Roberto
Gargarella
El 24 de febrero de 2001,
al resolver el caso Gelman vs. Uruguay, la Corte Interamericana
de Derechos Humanos (Corte IDH) condenó a Uruguay por la desaparición forzada
de María Claudia García Iruretagoyena de Gelman y el nacimiento en cautiverio
de su hija Macarena Gelman, durante la dictadura militar.[1] En su fallo, la Corte
sostuvo que Uruguay debía remover todo obstáculo que permitiera la impunidad de
los responsables del hecho. En tal sentido, consideró que la Ley 15.848, de Caducidad de la Pretensión Punitiva
del Estado (“Ley de Caducidad”), promulgada el 22 de diciembre de 1986, que
impedía que fueran llevados a juicio quienes habían cometido graves violaciones
de derechos humanos durante la dictadura militar, resultaba carente de efectos
jurídicos, dada su incompatibilidad con la Convención Americana
de Derechos Humanos y la Convención Interamericana sobre Desaparición
Forzada de Personas. Al mismo tiempo, consideró que no constituía un
impedimento para dejar sin efecto a la
Ley , el hecho de que la misma hubiera sido aprobada
democráticamente, y luego respaldada popularmente a través de dos consultas
directas con la ciudadanía.
El fallo en cuestión es de
enorme relevancia política y jurídica, y aborda cuestiones fundamentales para
la teoría constitucional contemporánea. En lo personal, me interesará examinar
la decisión de la Corte IDH
en el caso Gelman, motivado no tanto
por la pretensión de defender o criticar la sentencia, sino por la importancia
de las cuestiones teóricas que la misma nos urge a explorar. Por supuesto, los
temas abarcados por el fallo, y que ameritarían un estudio especial, son
numerosos, pero aquí no podré brindarle a todos ellos la atención debida. Me
concentraré, en cambio, en una línea de cuestiones de las que el fallo se
ocupa, y que tiene que ver con preguntas tan centrales como las siguientes: Cómo
pensar la relación democracia y derechos? Cómo pensar, más específicamente, esa
relación, cuando involucra, como en este caso, a derechos humanos fundamentales
y plebiscitos libremente celebrados? Cómo resolver la tensión posible entre las
decisiones tomadas por una comunidad democrática y las adoptadas por organismos
internacionales? Cómo pensar los alcances y límites del reproche estatal frente
a las más graves violaciones de derechos humanos?
Partiendo de mi interés
por tales preguntas, en lo que sigue concentraré mi análisis en tres tópicos
centrales: el primero, i) vinculado con la democracia;
el segundo, ii) vinculado con los derechos;
y el tercero, iii) vinculado con el castigo.
Las tres cuestiones citadas refieren a tres problemas que la sentencia en
cuestión finalmente plantea El primer problema, al que llamaré i) el problema de la gradación democrática,
nos exige reflexionar sobre los modos en que lidiar con manifestaciones
colectivas y democráticas de distinto tipo. La intuición que me guiará en este
respecto es que distintas decisiones democráticas (una decisión parlamentaria,
un decreto presidencial, un plebiscito) pueden requerir tratamientos
diferenciados, antes que uniformes.
El segundo problema se
relaciona con los derechos, y lo denominaré simplemente ii) el problema del desacuerdo. El mismo tiene
que ver con las razonables desavenencias que encontramos, dentro de cualquier
sociedad democrática (no sólo en torno a qué derechos merecen protección, sino
más particularmente, y en lo que aquí me interesa) en torno al significado,
contenido y alcance de los derechos que protegemos y, a partir de allí, acerca
del modo en que proteger a esos derechos. Mi principal intuición al respecto es
que los profundos y sensatos desacuerdos que tenemos en materia de derechos
exigen de formas más dialógicas (y por tanto, menos autoritativas) de
acercarnos a la cuestión, sobre todo en los casos más difíciles (hard cases).
El tercer problema,
vinculado con la cuestión del castigo, se refiere a iii) la diversidad del reproche estatal. Básicamente,
lo que dice mi intuición sobre el tema es que reprochar no es lo mismo que
castigar, y que un Estado democrático, por un lado, debe tener la posibilidad
de optar entre formas distintas de reprochar las conductas que quiere
desalentar asumiendo, por otro lado, que esas formas pueden incluir, o no, al castigo.
Según veremos en lo que
sigue, la decisión de la
Corte IDH en Gelman
trató, más o menos directamente, acerca de los tres problemas recién citados
(el problema de la gradación democrática;
el problema del desacuerdo en
materia de derechos; y el problema de la diversidad
del reproche), y lo hizo en las tres ocasiones de una manera conflictiva en
relación con las tres intuiciones arriba esbozadas.
A continuación, entonces,
y como manera de profundizar en las discusiones recién expuestas, examinaré en tres
secciones diferentes los tres temas citados (democracia, derecho y castigo), y con
ellos, los tres problemas principales seleccionados, a la luz de lo decidido en
Gelman. Hacia el final del artículo,
y a partir de lo discutido a lo largo del texto, procuraré re-articular una
posición diferente, capaz de conjugar mejor a las intuiciones expuestas sobre
la democracia, los derechos y el castigo.
I.
Democracia. El problema de la gradación democrática
La cuestión democrática
resulta central, como veremos, en el marco de la causa Gelman. Los jueces de la Corte IDH le dedican al tema algunos de sus
considerandos más importantes. Así, en el apartado 238 de su decisión, la Corte manifiesta que
El hecho de
que la Ley de
Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún ratificada o
respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni
por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional. La participación de la
ciudadanía con respecto a dicha Ley, utilizando procedimientos de ejercicio
directo de la democracia…se debe considerar, entonces, como hecho atribuible al
Estado y generador, por tanto, de la responsabilidad internacional de aquél.
A renglón seguido, en su considerando 239, la Corte extendió y clarificó
su posición en la materia al sostener que
La sola existencia de un régimen democrático no
garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo
al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, lo cual ha sido así
considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana. La legitimación democrática de determinados
hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones
internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados
como la
Convención Americana.
De este modo, y en fuertes términos, la Corte se apresuró a restar
validez a la Ley
de Caducidad.[2] E
inmediatamente, y en el mismo párrafo, el tribunal hizo lo propio, también, con
las dos consultas directas hechas por el gobierno rioplatense a la ciudadanía
del país: en primer lugar, el recurso de referéndum
(párrafo 2 del artículo 79 de la Constitución del Uruguay), en abril de 1989; y
más luego, un plebiscito (literal A
del artículo 331 de la
Constitución del Uruguay), sobre un proyecto de reforma constitucional
por el que se habrían declarado nulos los artículos 1 a 4 de la Ley , el 25 de octubre del año
2009.
Una primera pregunta que genera lo decidido por la Corte se vincula con el
lugar en donde aparece la tensión denunciada entre las decisiones democráticas
del caso, y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Más
específicamente: cuál era el aspecto del Derecho Internacional de los Derechos
Humanos que estaba siendo desafiado por las decisiones democráticas tomadas en
Uruguay? La respuesta había sido anticipada por la Corte , y era retomada ahora
en la sección F de su decisión, referida a “Las
amnistías y la jurisprudencia de esta Corte.” Allí, la Corte volvió a insistir
sobre la idea según la cual “las leyes de amnistía, en casos de graves violaciones
a los derechos humanos, son manifiestamente incompatibles con la letra y el
espíritu del Pacto de San José (de Costa Rica).” Esta idea ya había sido
expresada por la Corte ,
de otro modo, en casos como Barrios Altos
vs. Perú, del 2001, y su decisión se relacionaba también con los dicho en
sus fallos La Cantuta vs. Perú, del 2006; Almonacid Arellano vs. Chile, del 2006;
y Gomes Lund vs. Brasil, del 2010.[3] Ello así, pues las
amnistías (agregó el tribunal en su decisión de Gelman, considerando 226)
impiden la investigación y sanción de los
responsables de las violaciones graves de los derechos humanos y,
consecuentemente, el acceso de las víctimas y sus familiares a la verdad de lo
ocurrido y a las reparaciones correspondientes, obstaculizando así el pleno,
oportuno y efectivo imperio de la justicia en los casos pertinentes,
favoreciendo, en cambio, la impunidad y la arbitrariedad, afectando, además,
seriamente el estado de derecho, motivos por los que se ha declarado que, a la
luz del Derecho Internacional, ellas carecen de efectos jurídicos.
Lo señalado por la
Corte IDH en la materia resulta difícil de aceptar por varios
motivos, algunos de los cuales
examinaremos en el marco de este trabajo. Por el momento, llamaría la atención
sobre una primera cuestión, que tiene que ver con lo siguiente. Latinoamérica
tiene una larga historia de amnistías y leyes de perdón, y esa historia se
tornó especialmente densa y poblada en las últimas décadas a raíz de dos
motivos bien conocidos: por un lado, la grave oleada de quiebras democráticas y
masivas violaciones de derechos humanos producidas, muy en particular, desde
comienzos de la década del 70; y por otro, la desigualdad política y económica
que desde siempre ha afectado a la región, y que se ha manifestado también en
la presencia de actores con enorme capacidad de acción y presión sobre los
poderes políticos democráticos.
Ahora bien, por una diversidad de razones (relacionadas por caso con el
aprendizaje mutuo que se dio en todos estos años entre los distintos países de
la región; los temores y entusiasmos generados por las experiencias vecinas;
las diferentes maneras en que se dio la transición en los distintos países; la
mayor fortaleza o debilidad de sus actores civiles; etc.), las amnistías que fueron
apareciendo en la región respondieron a motivaciones diversas, y adquirieron
formas y contenidos también diferentes. De allí que la decisión de la Corte de considerar igualmente
carentes de validez jurídica a todas
las amnistías aparecidas frente a graves violaciones de derechos humanos, a
pesar de sus diferencias evidentes y relevantes, pueda resultar, en principio, poco
sutil, y finalmente injusta.
Ello así, en particular, teniendo en cuenta un elemento especialmente
importante y diferenciador entre las diversas amnistías producidas: su
diferente legitimidad democrática. Es
aquí donde aparece la dificultad que denominara problema de la gradación democrática.
Quisiera ilustrar las diferencias que señalo haciendo referencia a cuatro
amnistías –según entiendo, muy diversas entre sí- aparecidas en la región
durante los últimos 30 años. Me refiero a i) la auto-amnistía dictada por el
Proceso de Reorganización Nacional de la Argentina , antes de abandonar el poder; ii) la
auto-amnistía dictada por el régimen de Alberto Fujimori, en Perú, luego de
producida la masacre de Barrios Altos; iii) las leyes de perdón dictadas por el
gobierno democrático de Raúl Alfonsín, en la Argentina , para poner
término a los juzgamientos contra los responsables de las graves violaciones a
los derechos humanos ocurridas en el país desde 1976; y iv) la Ley de Caducidad dictada en el
Uruguay y respaldada a través de dos procesos de consulta popular. Doy a
continuación algunos datos sobre las mismas, sólo para quien no esté básicamente
familiarizado con alguna de ellas.
i)
La
primera de las amnistías mencionadas se relaciona con la Ley 22.934 o “Ley de auto-amnistía,”
que fue dictada bajo el gobierno del dictador General Bignone, el 23 de
Septiembre de 1983, a
semanas de la asunción del nuevo gobierno democrático de la Argentina , que habría de
estar encabezado por el Presidente Raúl Alfonsín. La norma en cuestión se dictó
con el explícito objetivo de “pacificar al país” y asegurar la “reconciliación
social”, y vino a perdonar todos los actos “subversivos o anti-subversivos”
cometidos entre mayo de 1973 y Junio de 1982, cubriendo a los responsables
directos de los crímenes en cuestión, y a quienes habían colaborado con ellos. La
amnistía, por supuesto, se dictó bajo condiciones de máximas restricciones a
las libertades políticas y civiles, y ausencia de instituciones que expresaran
o fueran responsables ante la voluntad popular. [4]
ii) La segunda amnistía a la que quiero hacer referencia es la que dictó el
Presidente Alberto Fujimori tiempo después de que se produjera la masacre de
Barrios Altos, en una barriada pobre en Perú, el 3 de noviembre de 1991. La
masacre había sido cometida por un escuadrón para-policial, cercano al
gobierno, en búsqueda de miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso, y
había generado una honda conmoción social, que derivó en la apertura de un
proceso político y judicial en busca de los responsables de la misma. El
Congreso, sin embargo, impidió la prosecución de las investigaciones a través
de la Ley 26.479,
aprobada el 14 de junio de 1995, que determinó una amnistía general para todos
los involucrados en el hecho, y que se extendió a todas las violaciones de
derechos humanos cometidas luego de mayo de 1980.[5]
Dos hechos adicionales merecen destacarse en torno a esta amnistía. Por un
lado, la decisión legislativa del caso fue tomada luego de que Fujimori cerrara
el Congreso y lograra controlar por completo el tablero político, a la vez que
restringía severamente el debate democrático, a través de acciones sobre la
prensa y las organizaciones políticas y sindicales capaces de desafiar su
autoridad. Por otro lado, debe señalarse que, luego de caído Fujimori, la
investigación sobre la masacre fue reabierta, y el caso llegó a instancias de la Corte Interamericana.
Así fue que, en una decisión del 14 de marzo de 2001, la Corte IDH , en el citado
fallo Barrios Altos, consideró la
invalidez de este tipo de amnistías.
iii) La tercera amnistía en la que pienso tiene que ver, en verdad, con una
serie de decisiones tomadas por el gobierno de Raúl Alfonsín, en la Argentina , preocupado
por el desarrollo que había adoptado el histórico juicio a las juntas militares
que él mismo había promovido. Una primera muestra de tales medidas de perdón
apareció en abril de 1986, cuando el Ministerio del Interior dictó una serie de
“instrucciones” a los fiscales, para que concentraran su acción persecutoria
sobre los altos jefes militares, antes que en la oficialidad más joven. De modo
más relevante, apareció luego la
Ley 23.492 o “ley de punto final,” dictada en diciembre de
1986, que estableció la caducidad de la acción penal contra los imputados en
casos de desaparición forzada de personas, si los mismos no eran llamados a
declarar en un plazo de 60 días (y considerando que ya habían transcurridos dos
años de la apertura de los juicios). La ley, que procuró poner un “punto final”
al proceso de remoción del pasado, sólo serviría para acelerar la apertura de
nuevas causas, contradiciendo así su propósito inicial. Por ello mismo, la
norma sería seguida por otra ley, la n. 23.521 o “ley de obediencia debida,”
dictada el 4 de junio de 1987. La misma vino a establecer una presunción iuris et de iure (es decir, que no
admitía prueba en contrario), respecto de los delitos cometidos durante el
Proceso militar, en la medida en que los mismos hubieran sido realizados en
cumplimiento de órdenes de sus superiores en rango militar. Es importante
anotar, además, que la norma fue dictada al poco tiempo de una grave rebelión
de oficiales jóvenes, en la
Semana Santa de 1987 (Nino 1996). Ambas leyes –las de punto
final y obediencia debida- resultarían invalidadas años después por el propio
Congreso argentino, a la vez que anuladas por la Corte Suprema en el
caso Simón[6]
-esto último, tiempo después de que en el fallo Camps[7]
la Corte las hubieran considerado como válidas.
iv)
La última ley de amnistía
a la que quiero referirme es la
Ley de Caducidad uruguaya, objeto de estudio principal en
este escrito.[8] Al
respecto, quisiera señalar que la misma fue aprobada por el parlamento uruguayo
el 22 de diciembre de 1986, y luego considerada constitucional por la Suprema Corte de
Justicia uruguaya, en el año 1988. Más tarde, y tal como anticipara, la ley resultó
puesta bajo escrutinio popular en dos oportunidades.[9]
La primera ocasión tuvo que ver con un referéndum, organizado por una Comisión
Nacional Pro Referéndum creada en 1987. El escrutinio se realizó en abril de
1989, y en el mismo se propuso derogar los primeros 4 artículos de la Ley de Caducidad. La ley, sin
embargo, fue sostenida por el 58% de los votos. Años después, y ya con el
Frente Amplio en el poder (agrupación que no había propuesto, en su plataforma
electoral, derogar ni anular la
Ley en cuestión), la ciudadanía llegó a juntar 340.000 firmas
(más de las 260.000 necesarias) para hacer un plebiscito sobre la norma objetada.
El plebiscito se terminó realizando el 25 de octubre del 2009, y en él se
propuso anular y declarar inexistentes a los primeros 4 artículos de la Ley 15.848. Los votos a favor
de la invalidación de la Ley
llegaron aproximadamente al 48%, con lo cual la misma mantuvo su vigencia.[10]
Teniendo
en cuenta estas cuatro amnistías, es posible llamar la atención sobre la
diferencia sustantiva que se advierte entre tales estrategias normativas de
perdón. Podemos hablar aquí de una clara gradación
entre las mismas, en lo relativo a su legitimidad democrática.[11]
En
efecto, a la luz del racconto histórico
anterior podríamos decir que la primera de las normas citadas, i) dispuesta por
el General Bignone, nos refiere a una amnistía dispuesta por un cruento régimen
militar, a favor de sí mismo, en su peor momento de popularidad. Es decir, se
trató en este caso de una norma situada en un extremo de falta de legitimidad.
En
segundo lugar tenemos a ii) una norma impulsada por el Presidente peruano
Fujimori, y aprobada por el (conocido como) nuevo Congreso Constituyente
Democrático en 1995, que apareciera luego de que el Congreso fuera cerrado por
el (auto)golpe del 5 de abril de 1992, impulsado por el propio Presidente Fujimori
(los miembros del nuevo Congreso unicameral de Perú aún no habían tomado
posesión de sus cargos), y en un contexto de fuertes restricciones a los
derechos civiles y políticos. Es decir, nos encontramos aquí con una ley que
goza de una muy baja presunción de validez o, lo que es lo mismo para nuestros
propósitos, de una muy baja legitimidad
democrática.
Luego
nos encontramos con iii) las leyes de perdón promovidas por el gobierno
democrático de Raúl Alfonsín, aprobadas por el Congreso nacional, y respaldadas
luego por la Corte
Suprema. Y, aunque es siempre difícil medir la legitimidad de
una norma, podría decirse que las leyes de perdón alfonsinistas se dieron en un
contexto de amplias libertades civiles y políticas, movilización ciudadana en
las calles y amplia disputa y debate público. Lo dicho, de todos modos, no debe
impedirnos reconocer que, al mismo tiempo, tales normas surgieron a partir de indebidas
presiones militares, que culminaron en la fuerte asonada de Semana Santa. De
este modo, podríamos decir que en este caso nos encontramos con normas, en
principio, democráticamente legítimas,
aunque al mismo tiempo golpeadas en su legitimidad por la presión ilegítima de
los sectores militares.[12]
Finalmente
llegamos a iv) el caso de Uruguay, en donde volvemos a encontrarnos con una
norma de amnistía dictada dentro de un contexto de plenas libertades civiles y
políticas, aunque afectada tanto por los miedos esperables (y típicos en
cualquier democracia) que podía generar el ejemplo argentino, como por
presiones (en muchos casos inaceptables) ejercidas por los militares uruguayos
(aunque no en forma de asonada, como en el caso argentino).[13]
La legitimidad de la norma en cuestión, por lo demás, resultó notablemente
reforzada por la presencia de dos consultas populares, entendidas naturalmente
como máxima expresión de la soberanía popular. Podemos hablar aquí, entonces,
de una norma democráticamente legítima,
en un grado significativo.[14]
Las
diferencias que separan, por caso, la auto-amnistía de la dictadura militar
argentina, y la Ley
de Caducidad uruguaya resultan extraordinarias, y ameritan, cuanto menos, un
proceso de estudio y distinción trabajoso y cuidado. Como sostuviera Carlos
Nino, en su momento, no había mayores razones para considerar válida la
auto-amnistía, que luego (en cierta medida siguiendo sus invocaciones) derogara
el Congreso argentino (Nino 1996). Sin embargo, debiera ser claro, el caso de la Ley de Caducidad planteaba un
asunto por completo distinto al de la auto-amnistía militar en la Argentina –un caso que
involucraba a un complejo, atribulado, conflictivo pero en todo caso deliberado
proceso de reflexión colectiva.
Al
respecto, es interesante recordar que, en el caso que aquí más nos interesa, el
de Uruguay, encumbrados dirigentes y juristas vinculados con el gobierno del
Frente Amplio, supieron reconocer bien el significado de los reiterados
pronunciamientos mayoritarios en respaldo de la norma de perdón. Ello, más allá
del hecho de que muchos de tales individuos estuvieran convencidos de la
necesidad de juzgar a todos los responsables de la comisión de crímenes masivos
y militaran, en consecuencia, en pos de tal objetivo.
Por
ejemplo, el constitucionalista José Kosterniak, profesor de Derecho
Constitucional y legislador socialista por el Frente Amplio, combatió, durante
años, la Ley de
Caducidad. Sin embargo, y según proclamara (“aunque me duela y sea contrario a
mis emociones”), debía respetarse la opinión de la ciudadanía porque el cuerpo
electoral representaba un órgano de mayor jerarquía que los tres poderes del
Estado.[15]
En sentido similar, el histórico senador frenteamplista Eleuterio Fernández
Huidobro (una de las principales autoridades y cabezas ideológicas del Frente
Amplio), sostuvo que “no hay subterfugio que
eluda dos montañas gigantescas que son las dos consultas populares al máximo
órgano de la soberanía imaginable en Uruguay”.[16] Asimismo, el secretario de la Presidencia Alberto
Breccia reconoció que aunque “el objetivo de eliminar la Ley de Caducidad es muy
importante” el mismo no lo era tanto como para que “nosotros mismos
estuviéramos infringiendo nuestro ordenamiento constitucional para eliminarla,
ni tampoco, quizás, tan importante como para que estuviéramos pensando pasar
por sobre dos consultas populares.”[17]
Contra
tales manifestaciones, el enfoque adoptado por la Corte IDH en el fallo Gelman se mostró esquemático y carente
de matices. Para la Corte ,
simplemente, las amnistías se encontraban prohibidas en todos los casos. Los
jueces de la Corte
dejaron en claro que la incompatibilidad con la Convención de Derechos
Humanos no se limitaba a las “autoamnistías” sino que alcanzaba a todo tipo de
amnistías, porque lo relevante no era “el proceso de adopción” de la norma o
“la autoridad que emitió la ley de amnistía,” sino “su ratio legis”, es decir, “dejar impunes graves violaciones al
derecho internacional” (considerando 229). Más gravemente aún, y por si lo
anterior no fuera suficientemente claro, la Corte señaló entonces que, para el caso
específico del Uruguay, el hecho de que “la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen
democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no
le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho
Internacional.” Para la Corte ,
la incompatibilidad de las leyes de amnistía con la Convención Americana
"no deriva de una cuestión formal, como su origen," sino de su
aspecto material. Es
decir, la expresión de un Congreso soberano, tanto como la organización
ciudadana de un referéndum primero, y luego de un plebiscito, representaban
cuestiones meramente formales, que
poco tenían que ver con la validez sustantiva de la ley.[18]
En
definitiva, en menos de 10 renglones, y básicamente sin dar argumentos, el
pronunciamiento de la Corte
IDH en Gelman desautorizó
sin atenuantes ni matices la decisión del Congreso uruguayo, ratificada por la
voluntad de más del 50% de la población expresada de modo limpio y directo. El
problema que identificáramos como de la gradación
democrática quedaba de este modo expuesto, de la forma más grave.
II.
Derechos. El problema del desacuerdo y la desconfianza hacia las
mayorías
Mucho
de lo dicho y no dicho por la
Corte IDH en Gelman,
en materia de democracia, puede ser entendido mejor cuando se reconoce cuáles
fueron sus supuestos al referirse a la idea de derechos. Aunque el fallo Gelman es suficientemente explícito al
respecto, existe un fundamental antecedente del mismo que revela, aún mejor que
el propio fallo, la concepción que se tornó entonces relevante en relación con
las nociones de democracia y derechos.
El
antecedente al que me refiero es el caso Nibia
Sabalsagaray Curutchet, decidido el
19 de octubre de 2009, y a través del cual la Suprema Corte de
Justicia de Uruguay declaró por unanimidad que la Ley de Caducidad era
inconstitucional, alegando que la misma violaba la separación de poderes, y que
no podía ser considerada una ley de amnistía.[19] Se trata de un antecedente
que la Corte IDH
tomó primaria y explícitamente en cuenta para fundar su propia decisión en Gelman.
En Nibia Sabalsagaray, la Corte uruguaya defendió una posición
teórica peculiar para fundamentar su fallo. En el núcleo central de la misma, la Corte i) hizo una separación
estricta entre el ámbito de la democracia y el ámbito de los derechos, ii)
sostuvo que cualquier interferencia democrática con el ámbito de los derechos
debía ser, en principio, considerada inválida; y iii) mantuvo que era el Poder Judicial
el que tenía competencia exclusiva para llevar a cabo dicha invalidación.
Siguiendo
muy de cerca al pensamiento del iusfilósofo italiano Luigi Ferrajoli (autoridad
de referencia permanente de la jurisprudencia latinoamericana en cuestiones
relacionadas con el castigo penal), la
Corte uruguaya afirmó que todo lo relativo a los derechos se
ubicaba dentro de una (así llamada por Ferrajoli) esfera de lo no decidible:
Como sostiene Luigi Ferrajoli, las normas
constitucionales que establecen los principios y derechos fundamentales
garantizan la dimensión material de la ‘democracia sustancial’ que alude a
aquello que no puede ser decidido o que debe ser decidido por la mayoría…bajo
pena de invalidez (caso Nibia Sabalsagaray Curutchet, p. 30).
Luego, y citando de modo directo al autor italiano (más en particular, a su
trabajo Democracia y garantismo), la Corte sostuvo que:
las cuestiones pertenecientes a la que he llamado
‘esfera de lo decidible,’ los derechos fundamentales están sustraídos a la
esfera de la decisión política y pertenecen a la que he llamado ‘esfera de lo
no decidible’…Siempre que se quiere tutelar un derecho como fundamental se lo
sustrae a la política, es decir, a los poderes de la mayoría…como derecho
inviolable, indisponible e inalienable. Ninguna mayoría, ni siquiera por
unanimidad, puede decidir su abolición o reducción (ibid., p. 32).
Como reconociera la propia Corte uruguaya en su argumento, la idea de la esfera de lo no decidible por ella suscripta era paralela a la que el
filósofo argentino Ernesto Garzón Valdés definiera como el coto vedado, o la que el italiano Norberto Bobbio llamara el territorio inviolable. La idea
resultante era, entonces, que para todos los casos (y vuelvo aquí a citar a la Corte uruguaya) “ninguna
mayoría alcanzada en el Parlamento o la ratificación por el Cuerpo Electoral
–ni aún si lograra la unanimidad- podría impedir que la Suprema Corte de
Justicia declarara inconstitucional una ley [violatoria de derechos] (ibid., p.
31).”
La contundencia de todas estas afirmaciones oscurece, sin embargo, la
dificultad que identificáramos como el problema
del desacuerdo, basada en el hecho de que tenemos (y seguiremos teniendo)
desacuerdos radicales y razonables en relación con los derechos que queremos
proteger. Por supuesto, sería muy
tranquilizador para todos nosotros si pudiéramos acordar primero, entre todos,
una lista de derechos; para consagrarlos inmediatamente luego en la Constitución o en una
Carta de Derechos Humanos, con carácter de irrenunciables, incondicionales e
inviolables por cualquier decisión mayoritaria (e incluso unánime, agregaría la Corte IDH ). Empero,
ocurre que disentimos, razonablemente, sobre cuáles son esos derechos, y cuáles
sus contenidos y contornos. Fundamentalmente de ello se trata lo que el jurista
Jeremy Waldron definiera como el hecho
del desacuerdo: nuestra vida en sociedad se encuentra decisivamente marcada
por razonables y persistentes desacuerdos en materia de justicia y derechos
(Waldron 1999). Con el mismo Waldron también podríamos agregar algo que resulta
particularmente relevante en este contexto, y es que frente a la existencia de
esos profundos desacuerdos, son pocas las alternativas que nos quedan abiertas
para seguir actuando juntos, más allá de continuar debatiendo hasta recurrir,
finalmente, a procesos de toma de decisión basados en el uso de la regla
mayoritaria.
Lo
dicho no significa renunciar a la idea de derechos; ni implica colapsar a la
misma, simplemente, en la idea de democracia. Lo dicho pretende, más bien,
objetar la estrategia contraria, esto es decir, objetar la estrategia que
pretende, simplemente, aislar a la idea de derechos de todo contacto con la noción
de regla mayoritaria. En este punto, cabría señalar junto con Waldron,
nuevamente, que la pretensión de independizar la discusión de los derechos del
recurso a la regla de la mayoría, se frustra apenas comienza a andar. Ello es
lo que se advierte, claramente, en casi cualquiera de las decisiones de
tribunales como la Corte
IDH. Tales decisiones reflejan los dos aspectos que aquí se
enfatizan: por un lado, un razonable desacuerdo interno (entre los jueces, en
este caso), y por otro, y a partir de allí, el recurso a la regla mayoritaria
(en este caso, interna al tribunal) como método para zanjar ese desacuerdo.
Si
la Corte
uruguaya o la Corte IDH
se niegan a dar este paso, ello se debe a dos supuestos adicionales (tan
difíciles de sostener como el que niega el hecho del desacuerdo), que parecen
estar presentes en su razonamiento. El primero de tales supuestos es el que
vincula a la regla mayoritaria con una tendencia a la toma de decisiones
irracionales e irrazonables; y el segundo, que aparece como la contracara del
primero, es el que vincula al Poder Judicial con la toma de decisiones
racionales y razonables.
Ambos
supuestos, por lo demás, se encuentran sistemáticamente presentes en la obra de
Ferrajoli, que aparece como decisivo apoyo teórico de los tribunales citados,
en materias como la que nos ocupa. Para Ferrajoli, por caso, el firme resguardo
judicial de los derechos se torna necesario teniendo en cuenta “las degeneraciones mayoritarias y tendencialmente
plebiscitarias de la democracia representativa y sus perversiones
videocráticas; o, dicho en una palabra, contra la kakistocracia de la que habla Michelangelo Bovero” (Ferrajoli 2008,
85). Más seriamente aún, para el autor italiano, esa degeneración propia de la
regla mayoritaria no representa una posibilidad imaginable e indeseable sino, más
bien, una tendencia inevitable de la democracia, actuando bajo ciertas
condiciones (demasiado habituales). En su opinión, ésta (así la llama) kakistocracia o gobierno de los peores,
se relaciona con la “(inevitable) degeneración, en ausencia de adecuados
límites y controles, de la democracia política” (ibid., 88). Ferrajoli se
pregunta, entonces, si “el constante empeoramiento del ‘gobierno de los peores’
al cual estamos asistiendo en tantos de nuestros países no (es) un efecto
perverso propio del deterioro en el sentido común…del valor de la constitución
y de las garantías impuestas por ella a los poderes democráticos de la mayoría”
(ibid., 88). Es precisamente de estos supuestos y estas creencias que Ferrajoli
deriva la necesidad de adoptar barreras y controles “contra-mayoritarios”
frente al poder democrático.[21]
En
definitiva, este tipo de supuestos relacionados con la irracionalidad propia de
las mayorías y la necesidad (consiguiente) del control judicial, parecen ser
los que han hecho posible que tribunales como los citados afirmen, con la
convicción con que lo han hecho, que las cuestiones de derechos deben ser de
competencia exclusiva del Poder
Judicial; o que consideren básicamente irrelevante que una amnistía haya sido
“aprobada por un régimen democrático y aún ratificada por la ciudadanía en dos
ocasiones”; o que califiquen a la decisión del Congreso uruguayo primero, al
referéndum luego, y al plebiscito más tarde, como expresiones meramente
“formales,” completamente carentes de importancia a la hora de evaluar la
validez de la ley.
Una excelente ilustración de
cómo es que el problema del desacuerdo
sobre el contenido de los derechos impacta en la práctica decisioria de los
tribunales aparece, justamente, en el caso Gelman
que aquí nos ocupa. El ejemplo en el que pienso no se refiere a una cuestión
marginal al fallo sino a otra que se encuentra, más bien, en su mismo centro.
Pienso en una de las razones centrales que alega la Corte IDH para
justificar su decisión de considerar a la Ley de Caducidad como contraria a lo dispuesto
por la Convención
Americana de Derechos Humanos. Si la Corte condena a Uruguay en
su fallo, como violando la
Convención a través del dictado de la Ley de Caducidad, ello se debe
a que los Estados –dice la
Corte- tienen la obligación de “sancionar” a los responsables
de cometer crímenes graves. Dicho deber se desprende, según nos aclara la Corte IDH , de “la
obligación de garantía consagrada en el artículo 1.1. de la Convención Americana "
(párrafo 189 de Gelman). Tal artículo
–agrega el tribunal- obliga a los Estados a “prevenir, investigar y sancionar
toda violación de los derechos reconocidos por la Convención y procurar,
además, el restablecimiento, si es posible, del derecho conculado y, en su
caso, la reparación de los daños producidos por la violación de los derechos
humanos” (ibid., párrafo 190).
Ocurre, sin embargo, que cuando
uno lee el artículo 1.1. de la Convención Americana , no se encuentra en absoluto
con esa férrea y detalladísima serie de obligaciones enunciadas por la Corte IDH. El artículo
1.1. de la Convención
lee como sigue:
Los
Estados Partes en esta Convención se comprometen a respetar los derechos y
libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda
persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por
motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de
cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento
o cualquier otra condición social.
En suma, una de las principales
razones alegadas por la
Corte IDH para condenar a Uruguay por su incumplimiento con
el Derecho Internacional de los Derechos Humanos vigente, tiene que ver con un
artículo de la Convención
que en ningún momento hace referencia más o menos explícita a los deberes de
“prevenir,” “investigar”, “sancionar”, restablecer y “reparar” los “daños
producidos por la violación de los derechos humanos” –deberes que, según la Corte IDH , Uruguay no
habría cumplimentado. Tales deberes se derivan, en definitiva, de una interpretación
jurídica, cuanto menos muy polémica (y que, por lo demás, se contradice con las
expresiones democráticas del Congreso y la ciudadanía uruguayas), hecha por el
tribunal. Con este ejemplo, entonces, podemos reconocer de un modo claro qué es
lo que significa y qué es lo que implica no tomar en cuenta el problema del desacuerdo, cuando
meditamos sobre el sentido, significado y alcance de los derechos.
III. Castigo. El problema de la diversidad del reproche estatal.
En el final de la sección anterior examinamos de qué modo
Los problemas que aparecían
entonces eran de distinto tipo. Al final de la sección anterior, nos
concentramos en uno de esos problemas –uno particularmente grave- que
encontraba su raíz en la dificultad propia de la interpretación jurídica.
Señalamos entonces que no resultaba nada obvia la interpretación que la Corte IDH realizaba del
artículo citado, y que sin embargo, y a partir de ella, Uruguay era obligado a
reprochar las conductas pasadas a través de la investigación y sanción de los
responsables de la comisión de violaciones de derechos graves.
En lo que sigue, de todos modos,
prestaré atención a un problema diferente, aunque íntimamente vinculado con el
anterior, relacionado con los diferentes modos en que una comunidad democrática
puede reaccionar frente al crimen.
Según la Corte IDH , “La forma en
que, por lo menos durante un tiempo, ha sido interpretada y aplicada la Ley de Caducidad adoptada en
Uruguay…ha afectado la obligación internacional del Estado de investigar y
sancionar las graves violaciones de derechos humanos [ocurridas en el país]”
(caso Gelman, párrafo 230). Y
también: “La falta de investigación de las graves violaciones de derechos
humanos…enmarcadas en patrones sistemáticos, revelan un incumplimiento de las
obligaciones internacionales del Estado, establecidas por normas
internacionales. Dada su manifiesta incompatibilidad con la Convención Americana ,
las disposiciones de la Ley
de Caducidad que impiden la investigación y sanción de graves violaciones de
derechos humanos carecen de efectos jurídicos y, en consecuencia, no pueden
seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos del
presente caso y la identificación y el castigo de los responsables” (ibid.,
párrafos 231 y 232).
Estas manifestaciones de la Corte sugieren no sólo que
hay una única (y, conforme viéramos, muy polémica) manera de interpretar las
palabras de la
Convención Americana , en relación con los deberes del Estado
frente a las violaciones que eventualmente debiera enfrentar en materia de
derechos humanos. Lo dicho por la
Corte implica además que existe básicamente una única manera
en que el Estado puede responder frente a tales crímenes, siendo ésta la
respuesta del castigo.
Ocurre, sin embargo, que la
respuesta del castigo no sólo no se deriva necesariamente de la letra de la Convención (ni de una
interpretación más o menos obvia de ella), sino que implica una opción al menos
doblemente problemática. La primera dificultad en la que pienso tiene que ver
con una cuestión de teoría de la
democracia, y consiste en que una comunidad democrática debiera tener
márgenes de acción más amplios, para decidir de qué manera quiere vivir, de qué
modo quiere organizarse, de qué forma quiere premiar o reprochar determinadas
conductas que por alguna razón considere especialmente relevantes. La segunda
dificultad, que es la que aquí más me interesa, se relaciona con una cuestión
de teoría del castigo, y se relaciona
con el hecho de que el castigo penal puede verse como una de las peores formas
de respuesta imaginables, frente a la comisión de crímenes dentro de una
comunidad democrática.
Quisiera concentrarme en esta
sección, algo más, en el tema del castigo, pero para ello debiera aclarar dos
cuestiones previas. En primer lugar, la Corte IDH ha insistido en que la condena a
Uruguay se debe a que dicho país ha incumplido con su deber de “sancionar” e
“investigar”. Aquí voy a ocuparme de la omisión en que habría incurrido Uruguay
de sancionar a los responsables de
violaciones de derecho masivas, pero dejando anotado que de los fundamentos del
fallo no se deduce claramente lo que en su conclusión se afirma, esto es, que
Uruguay hubiera incumplido o no estuviera en condiciones de cumplir (a partir
de la ley de impunidad sancionada), tampoco, con sus deberes de ïnvestigar.[22]
En segundo lugar, aclararía
también que, para los propósitos de este artículo, no necesito dejar probada la
superioridad de las alternativas que existen frente al castigo penal. Me basta con
dejar en claro que la Corte
IDH no sólo no nos dice por qué la Convención exige
“sancionar”, sino que además aparece innecesariamente comprometida con la idea
de castigo, frente a otras alternativas posibles y a al alcance de toda
comunidad democrática.
Yendo entonces a cómo es que la Corte IDH trató la
cuestión del castigo en el caso Gelman, nos
re-encontramos con la dificultad que arriba identificara como el problema de la diversidad del reproche
estatal. Conforme anticipara, el problema en cuestión surge del no
reconocer que un Estado democrático tiene, y debe tener, la posibilidad de
escoger de qué forma es que quiere reprochar ciertas conductas; y que esa forma
puede incluir, o no, la modalidad del castigo tal cual hoy la conocemos y
practicamos.
Lo dicho implica reconocer, ante
todo, que existe una distinción entre reproche, sanción y castigo, que merece
ser analizada y explorada con más cuidado (Gargarella 2008). Ello, en lugar de
simplemente colapsar todas estas categorías en la peor versión de una de ellas:
la privación de la libertad. Por ello es que suscribo, por caso, lo señalado
por Leonardo Filippini -quien se ha ocupado de la misma cuestión, a la luz del
caso Gelman- cuando nos recuerda de
qué modo “el discurso legal –y el de la Corte IDH no es la excepción- continúa
asimilando…las ideas de reproche, sanción y castigo, naturalizando, en gran
medida, que la prisión es la forma de referencia para expresar la máxima
reprobación social en una comunidad” (Filippini 2012, 190).
Que la Corte IDH se comprometa
con la idea del castigo del modo en que lo ha hecho es preocupante, no sólo
porque su aproximación se ha basado en citas autoritativas que, en verdad, no
le otorgaban el respaldo necesario para afirmar lo que afirmara, sino además
porque la respuesta por la que ha optado no sólo no era la única disponible,
sino que era una demasiado poco atractiva como para ser asumida acríticamente.
Sólo a los efectos de dar algún
apoyo a la idea de que, al pronunciarse por el castigo, la Corte IDH ha realizado
una opción particularmente inatractiva, podría enumerar argumentos como los
siguientes, críticos respecto del castigo como respuesta estatal apropiada,
también o particularmente frente a serias violaciones de derechos humanos:
i)
El objetivo de obtener “la
verdad de lo ocurrido” es de los más importantes, luego de un período de
violaciones graves de derechos, y suele encontrarse en tensión con las
respuestas más punitivistas, que tienden a abroquelar a los violadores de
derechos (por medio de estrategias de “pacto de sangre”), en el silencio, convirtiendo
a la “verdad” en la excepción, antes que en la regla, dentro del proceso. En
general, podría decirse, parecen haber fuertes tensiones entre la estructura
del proceso penal, y la pretensión de “búsqueda de la verdad” (Pastor 2004,
2005, 2009).[23]
ii)
En términos retributivistas, y
tal como hemos señalado, existen diferentes maneras de reprocharle a alguien
las faltas que ha cometido, que no implican comprometer al Estado con una tarea
que no es sencilla de justificar: la de administrar el castigo, entendido éste como
la “imposición deliberada de dolor” (conforme a la definición de Hart1968).
iii)
En términos consecuencialistas,
si lo que se pretende es impedir que, en el futuro, otros grupos (típicamente,
de militares) se involucren en nuevas acciones violentas, existen multiplicidad
de medidas imaginables que podrían ayudar a lograr tales fines, diferentes del
castigo (incluyendo, por caso, la restricción de las “recompensas esperadas”
por quienes dan un golpe de estado, provenientes de los países más ricos –así,
conforme al argumento que explorara Thomas Pogge 2002).
iv) En términos de “prevención especial negativa”, si lo que se pretende
es que quienes estuvieron personalmente involucrados en un golpe cruento no
vuelvan a estarlo, las formas posibles de lograr dicho objetivo también son
demasiado diversas, y no están asociadas con (ni parecen ser necesariamente dependientes
de) el castigo. Esto parece demostrado, por caso, por la reciente historia
latinoamericana, que nos permite ver que luego de casi un siglo de golpes de
estado recurrentes, se sucedieron al menos 3 décadas (casi) sin nuevos golpes
de estado. Este resultado es producto de historias muy disímiles en cuanto a
las respuestas dadas por los nuevos gobiernos democráticos, frente al pasado
dictatorial (ha habido países que comenzaron recurriendo a procesos de juicio y
castigo, como la Argentina ;
países que dieron amnistías, como Brasil; países que sólo muy tardíamente –y
forzados en principio por las presiones internacionales- han abierto
investigaciones sobre lo ocurrido años atrás, como Chile; etc.).
v)
La respuesta de la privación de
la libertad o la cárcel, dado el modo en que hoy se administra la misma en
América Latina (un modo que es consistente con el modo en que ha sido
administrada esta forma del castigo en la región, a lo largo de toda su
historia), tiende a acercar a la misma a formas de la tortura, que en todos los
casos deberíamos considerar inaceptables.
vi) La idea de “separar” completamente a un grupo de personas, del resto
de la sociedad y de sus seres queridos (mientras se los “vincula” con las
personas que han sido identificadas como las que presentan los más serios
problemas de integración social), aparece en fuerte tensión con el objetivo de
“reintegrarlas” a la sociedad, que habitualmente se alega para justificar dicho
aislamiento.
vii) La cárcel (más allá de su
descripción habitual como “escuela de delincuencia”, Braithwaite 1999, 1738),
tiende a generar resentimiento en las personas que son encerradas.[24]
viii) El castigo carcelario, tal como hoy se lo concibe y practica, dista
de ser una respuesta apta para tratar a los victimarios como agentes morales
iguales, capaces de razonar, comprender los reclamos que se le hacen, y
eventualmente arrepentirse y pedir perdón por las faltas cometidas –propósitos
que, según entiendo, deberían distinguir a una respuesta estatal sensata y
humana, aún o especialmente en casos extremos como los que aquí son objeto de
atención (Duff 1986, 1998, 2001, 2004)
Conforme anticipara, una enumeración como la expuesta no pretende de
ningún modo “probar” la idea de que el castigo penal es la peor opción a
nuestro alcance, frente a la producción de crímenes masivos. De lo que se trata
es, simplemente, de afirmar que la opción en juego no es fácil de justificar y
ello, mucho menos, teniendo en cuenta que existen alternativas, que aparecen como
igual o más razonables que la alternativa punitiva.[25]
Cabe enfatizar, por lo demás, que tales alternativas no son sólo teóricas o
imagibables, sino que se trata de posibilidades exploradas en la práctica
concreta –típicamente en América Latina- como lo demuestran, por caso, las
“Comisiones de Verdad y Reconciliación,” en Chile o El Salvador; la muy
imperfecta “Ley de Justicia y Paz,” en Colombia (Uprimny et al 2006); la
“comisión de Paz” uruguaya; o la más reciente “Comisión de la Verdad ” instalada en Brasil
por el gobierno de Dilma Rousseff (ver, en general, Sikkink 2011). Smulovitz
(2009), examinando sólo el caso de la Argentina , da cuenta de la enorme variedad de
estrategias judiciales y no judiciales seguidas en el país, tratando de hacer
frente a las injusticias del pasado, en tiempos en que se limitaba la
posibilidad de la sanción penal. Dichas alternativas incluyeron, por caso, i)
la búsqueda de reparaciones económicas; ii) la apelación a tribunales
internacionales; iii) la afirmación de pedidos de perdón públicos, por parte de
instituciones e individuos comprometidos con la represión pasada; iv) el
establecimiento de fechas públicas conmemorativas; v) casos de ostracismo
social; vi) la creación de institutos oficiales dedicados a honrar la memoria histórica;
vii) la creación de monumentos, espacios y fechas conmemorativas, ix) el
establecimiento de los “juicios por la verdad”; etc.
Experiencias como las citadas pueden haber resultado más o menos
exitosas respecto de los fines perseguidos, pero ello no es lo que importa, en
este punto. Lo que interesa es dejar en claro, simplemente, que existen formas
diferentes, y asimismo razonables, de responder ante la afrenta impuesta por
los crímenes masivos.
En definitiva, el problema sobre
el que insistiría, antes de concluir con esta sección, es el que se deriva de
la incapacidad demostrada por la
Corte IDH para lidiar con la cuestión de la diversidad del reproche estatal –un tema
que aparece de la mano de su negativa a tomar en serio la capacidad de una
comunidad democrática para decidir sobre los principios con lo que va a
organizar sus instituciones fundamentales.[26]
Comentarios finales. Hacia una teoría integrada
A través de su decisión en Gelman, la Corte IDH perdió una
gran oportunidad para contribuir al debate colectivo internacional en torno a
temas de primera trascendencia, como los referidos a la democracia, y la
legitimidad de las decisiones que resultan del debate público; los derechos
constitucionales, y la complejidad propia de la interpretación jurídica; y el
castigo estatal y la diversidad de formas con las que una comunidad cuenta para
reprochar las conductas que rechaza.
En lugar de desplegar una visión
muchas veces simplista, punitivista, y basada en la desconfianza hacia la
ciudadanía, la Corte IDH
pudo habernos ayudado a construir una teoría más rica en términos democráticos;
más consciente de las complejidades propias de la interpretación legal; menos
punitivista; y finalmente capaz de integrar nuestras intuiciones sobre
democracia, derechos y castigo en una teoría abarcativa.
Por supuesto, desentrañar los
contenidos que podrían distinguir a esa teoría integrada no es una tarea
sencilla, ni mucho menos susceptible de ser abordada en este contexto. Sin
embargo, entiendo que las críticas que he ido formulando a la decisión de la Corte IDH en Gelman dan indicios de los contornos que
podrían caracterizar a una teoría integrada diferente de la visión esbozada por
el tribunal.
Dicha teoría podría comenzar con
la elemental idea de que toda comunidad tiene el derecho de auto-determinarse y
de definir los principios fundamentales que van a organizar a sus instituciones
básicas. Ello, como resultado de asumir que, dentro de esa comunidad, ninguna
autoridad resulta superior a la voluntad deliberada de sus propios miembros.
La capacidad de la comunidad
para decidir sobre sus propios asuntos debería incluir la posibilidad de que
ella seleccione ciertos intereses fundamentales, a los efectos de
atrincherarlos o protegerlos de modo especial- típicamente, asignando a tales
intereses el estatus de derechos básicos. A la vez, la discusión acerca de esos
intereses fundamentales no debería considerarse clausurada, una vez hecho un
primer reconocimiento sobre los mismos. Tareas tan relevantes como la referida importan
un proceso de discusión permanente (ongoing
discussion), antes que una decisión única y final. De lo que se trata es de
reflexionar colectivamente, y de modo persistente en el tiempo, con el objeto
de refinar y precisar cuáles son esos intereses a proteger, cuáles sus
contenidos específicos y cuáles sus contornos precisos. Ello nos refiere a un
proceso de diálogo colectivo, abierto e inacabado.
Lo dicho resulta consistente con
la idea (arriba esbozada), según la cual no todos los procesos de decisión y reflexión
colectiva son iguales e igualmente confiables. Conocemos procesos de agregación
de preferencias que dejan de lado toda oportunidad efectiva de deliberación
(Elster & Hylland 1992). Del mismo modo, sabemos que la reclamada deliberación
pública es en muchos casos reemplazada por meros procesos de negociación auto-interesada
(Elster 1991); o que la discusión del caso puede descuidar todo proceso previo
de información; o dejar afuera a una mayoría de los “potencialmente afectados”
por la decisión en curso (Habermas 1998). Restricciones como las señaladas
pueden implicar, finalmente, decisiones más sesgadas, menos consideradas
respecto de los intereses de todos, menos imparciales (Nino 1991). De modo
contrario, podríamos decir que cuanto más informado, transparente e inclusivo
es el proceso deliberativo del caso, más reducimos las posibilidades de tomar
decisiones sesgadas a favor de unos pocos, y más ayudamos a alejar de la
decisión que tomemos, errores lógicos o informativos que de otro modo podrían
cobrar mayor peso. Estos últimos supuestos nos ayudan a dar forma a una
concepción de la democracia basada en una deliberación inclusiva (en línea con
los ideales de la democracia deliberativa, Elster 1998, Habermas 1998, Nino
1991), que parece muy diferente de la asumida por la Corte IDH en Gelman.
La deliberación democrática
–agregaría- no debería encontrar límites, al menos en asuntos de moral
intersubjetiva o moral pública (Nino 1991). La misma debería poder ingresar,
también (sino especialmente) en cuestiones tales como las relacionadas con las
modalidades del reproche estatal o el castigo. Ello, contra lo que podría sugerir
al respecto una teoría como la de Ferrajoli, que vería a tales decisiones como tendencialmente
irracionales, y a sus resultados en materia penal como inevitablemente
híper-punitivistas (Ferrajoli 2008). Entiendo,
por supuesto, que mi sugerencia en la materia -una que invita a reconectar al
derecho penal con la discusión pública- puede generar temores o resistencias
justificadas. Sin embargo, en todo caso, tales dudas deberían ser examinadas a
la luz de las políticas penales que se han desarrollado en nuestros países en
las últimas décadas. Tales políticas, según entiendo, han oscilado
permanentemente entre directrices bienestaristas y populistas, en todos los
casos diseñadas por una pequeña elite (Garland 2002). Podría decirse, por
tanto, que el derecho penal propio de estas últimas décadas ha sido creado,
aplicado e interpretado por una elite, y sus resultados –criminalizadores,
elitistas, clasistas, racistas, crueles- no sólo no nos brindan mayores razones
para el entusiasmo, sino que más bien confirman los esperables problemas
derivados del contar con un derecho capturado y diseñado completamente por las
elites jurídicas.
Por supuesto, los vínculos entre
democracia y castigo no son sencillos, más bien todo lo contrario:
eventualmente, y a través de formas apropiadamente democráticas podrían llegar
a tomarse decisiones contradictorias con algunos de los rasgos que, desde la
perspectiva que aquí defiendo, deberían caracterizar al reproche estatal. Sobre
el tema, y por el momento, sólo afirmaría unos pocos puntos. Primero, diría que
la postura que aquí sostengo se basa en la confianza, antes que en la
desconfianza, respecto a la discusión mayoritaria, organizada a partir del
respeto de ciertas reglas básicas. Insistiría también en la idea de que no hay
razones para pensar que dicha decisión mayoritaria vaya a concluir en
exigencias híper-punitivistas (como las que hoy priman, a resultas de procesos
de decisión elitista), ni por el contrario en formas del reproche estatal
idénticas a las que uno, individualmente, considere más apropiadas. Al
respecto, y en segundo lugar, distinguiría entre las razones que uno tiene para
defender, en una asamblea, una cierta visión en torno al reproche estatal; y
las razones que uno tiene para sostener los resultados de una asamblea
colectiva, en la medida en que se hayan respetado ciertas reglas
procedimentales básicas. Más específicamente, negaría la idea de que una cierta
decisión se convierte en decisión “correcta” porque resulta de una decisión colectiva (“populismo ontológico”,
conforme a la terminología de Carlos Nino, 1991). Asumo aquí, más bien, que una
discusión pública inclusiva y respetuosa de ciertas reglas procedimentales
específicas, nos da razones para considerar que de ese modo maximizamos la
imparcialidad del resultado, que evitamos ciertos sesgos indebidos. Finalmente,
señalaría lo siguiente: entiendo que las razones que uno tiene para defender un
cierto procedimiento democrático se basan en los mismos presupuestos que nos
dan razones para defender una cierta manera de ver el reproche estatal: la
consideración del otro como un igual; la asunción de que el otro razona y puede
cambiar de opinión, como uno (contra la idea de que, por ejemplo, esa persona
debe ser disciplinada por la fuerza, siguiendo a Duff 2001); el presupuesto de
que los procedimientos que organizan la vida común deben estar dirigidos a
expresar ese mutuo respeto que nos tenemos, como sujetos iguales en nuestra
dignidad moral.
La postura recién presentada,
fuertemente anclada en una determinada teoría de la democracia, resulta
relevante, también, a la hora de pensar sobre el papel que puede corresponderle
jugar a los tribunales internacionales de derechos humanos, frente a las
violaciones graves de derecho cometidas al interior de una comunidad
particular. Los temas aquí involucrados son, otra vez, variados y complejos,
por lo que por el momento me limitaría a sugerir algunas breves reflexiones
preliminares.
Sobre el tema, y ante todo, admitiría
que pueden existir crímenes capaces de resultar ofensivos para la humanidad
toda, por más que siga insistiendo en la idea de que las diversas comunidades
deben tener absoluta primacía para decidir cómo afrontar esos crímenes, y qué
respuesta dar frente a ellos (Duff 2008, Renzo 2012, 2012b). [27]
Por lo demás, agregaría que la mirada que propongo -que prioriza la
jurisdicción “nacional” o local, a la hora de lidiar con tales graves asuntos-
no implica comprometerse con una concepción “nacionalista” sobre la cuestión.
Por el contrario, la noción de gradación
democrática expuesta más arriba sugiere que no todas las expresiones
colectivas surgidas del seno de una cierta comunidad merecen una deferencia
especial, en razón de las fronteras que separan a dicha comunidad de otras diferentea.
En tal sentido -agregaría- decisiones que son producto de (por caso) altos
niveles de exclusión, falta de información, obstrucción al debate público,
restricciones a la libre expresión y protesta, prohibición de los partidos
políticos y sindicatos (carácterísticas distintivas de los regímenes autocráticos)
convierten a las mismas en decisiones con baja legitimidad democrática y baja
presunción de validez. En tales circunstancias (digamos, circunstancias como
las que rodearon a la auto-amnistía militar ocurrida en la Argentina , durante el
gobierno del dictador General Bignone, y de algún modo, también, similares a
las presentes en Perú en tiempos de la amnistía dada por Fujimori), las
decisiones de los organismos internacionales ganan en autoridad y
confiabilidad. No ocurre lo mismo, en cambio, cuando la decisión que es objeto
de análisis es producto de un proceso complejo, difícil, pero a la vez
transparente, limpio y ampliamente participativo (como el que pudo encontrarse
en Uruguay, al tiempo en que se plebiscitaba la Ley de Caducidad). Frente a este tipo de
decisiones, los tribunales internacionales deberían ser especialmente
cuidadosos, respetuosos y deferentes –características que no han sido las
distintivas de la decisión de la
Corte IDH en Gelman.
Razones como las hasta aquí
expuestas son las que nos permiten poner en cuestión a la decisión tomada en el
caso Gelman. Ello, sintéticamente, i)
por partir de una visión de la democracia (no sólo basada en la desconfianza
hacia la ciudadanía, sino además) “plana”, es decir, incapaz de reconocer
matices relevantes, en cuanto a la robustez y la legitimidad de las decisiones
públicas; ii) por asumir una idea de los derechos rígida, por completo desacoplada
de la discusión democrática (consistente con una defensa dogmática del control
judicial y del consiguiente papel de los tribunales internacionales en la
protección de los derechos humanos); y iii) finalmente, por presentar, sin
mayores razones en su respaldo, una mirada estrecha sobre el reproche estatal, alineada
con el castigo y otra vez, pretendidamente, blindada frente al debate colectivo.