2.8.08

Fallo Sejean (CSJN)


Sejean, Juan B. c/ Zaks de Sejean (1986)
Fallos 308:2268

Buenos Aires, 27 de noviembre de 1986.


"Vistos los autos: “Sejean, Juan B. c/ Zaks de Sejean, Ana M. s/ inconstitucionalidad del art. 64 de la ley 2393”.

Considerando:


1º) Que la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala C, confirmó el fallo de primera instancia, que había rechazado la impugnación por inconstitucionalidad del art. 64 de la ley de matrimonio civil, efectuada por los cónyuges divorciados en el expediente agregado por cuerda. Contra tal decisión se interpuso el recurso extraordinario concedido a fs. 66

2º) Que el recurrente aduce la inconstitucionalidad del artículo referido y de las normas concordantes con él, en cuanto establecen la indisolubilidad del vínculo matrimonial existente entre las partes, y solicita en consecuencia el restablecimiento de su aptitud nupcial.

3º) Que la propuesta es una cuestión justiciable (Art. 100 de la Constitución Nacional y 2º de la ley 27) atento que el recurrente persigue un interés concreto, punto decisivo para que esta cuestión merezca decisión judicial, a mas de lo cual ha tenido debida audiencia el ministerio público.

4º) Que dos son las cuestiones decisivas para resolver esta causa: una es si la de los agravios que el recurrente dirige contra el art. 64 de la ley 2393, a más de estar correctamente enderezados hacia esa norma, están justificados en cuanto pretenden que se hallan violados en el caso derechos de naturaleza constitucional; la otra es si temas que secularmente se han admitido como propios de la esfera de atribuciones del legislador, pueden convertirse en cuestiones que por afectar derechos superiores de índole constitucional, se hallen sujetos al control judicial de constitucionalidad.

5º) Que el recurrente orienta sus agravios contra el art. 64 de la ley de matrimonio civil, lo que impone determinar si tal orientación es adecuada. Las disposiciones de aquel artículo fueron contradichas por diversos pasajes del art. 31 de la ley 14.394. En ocasión del dictado de ésta el Congreso Nacional expresó claramente su voluntad en el sentido de que los cónyuges pudieran recuperar su aptitud nupcial como una consecuencia de que se hubiese decretado su divorcio. Posteriormente, por orden de un gobierno de facto, instrumentado como decreto-ley 4070/56, se suspendió la aplicación de aquella decisión del Congreso Nacional, mandándose paralizar los procedimientos judiciales en trámite y disponiéndose que no se diera curso a nuevas peticiones con miras a la recuperación de la aptitud nupcial de los divorciados. Este “decreto-ley” fue alcanzado por la declaración emitida por el Congreso Nacional, a través de la ley 14.467, por la que aquéllos continuaban en vigencia, en tanto el mismo Congreso no los derogase, en previsión, como expresó el miembro informante de la Comisión de Negocios Constitucionales de la Cámara de Diputados (Diario de Sesiones, 1958, págs. 2893 y sigts.), de la inseguridad jurídica.
Tales leyes declarativas no pueden borrar el carácter de espurias al orden constitucional propio de tales disposiciones. No obstante ello, la elaboración doctrinaria y la consagración jurisprudencial de un criterio accesible a la justificación del poder por su función, con miras a garantir la seguridad jurídica, condujo a que esas normas coercitivas, extrañas al sistema establecido en la Constitución Nacional, funcionaran como si fueran derecho, en todos los ámbitos de la legislación, incluso en materia tributaria y penal.

6º) Que así ocurrió en la parte del derecho civil que interesa al caso, donde sin escándalo de nadie se hizo general aplicación del art. 64 de la ley 2393, del mismo modo que hace el a quo.
No está entonces extraviado el recurrente al enderezar su pretensión como lo hace. Reacciona contra la norma que al serle aplicada constriñe el derecho que pretende. En lo concreto, tanto el artículo 64 mentado, como el plexo de disposiciones del “decreto-ley” 4070/56 “concluyen con un mismo resultado: negar que los divorciados puedan recuperar su aptitud nupcial, lo que se conjuga con el señalado acatamiento general que se hace del primero. No cabe pues exigir a un justiciable de indagaciones que son propias de los jueces, por lo que es admisible que se acepte en el caso que es la aplicación efectuada del art. 64 de la ley 2393 y disposiciones concordantes la que obsta al progreso en la causa de las pretensiones del recurrente, máxime si se tiene en cuenta que las consideraciones que seguirán no variarán si se tuviese en vista el régimen instaurado como consecuencia del llamado “decreto-ley 5070/56”.

7º) Que en relación a la pregunta sobre si el régimen del artículo 64 de la ley 2393 afecta derechos constitucionales, la respuesta debe ser afirmativa.
Nuestra Constitución Nacional, no enumera la totalidad de los derechos que ampara; coherentemente su art. 33 expresa: “Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de Gobierno”. Entre los derechos así amparados se halla, evidentemente, el derecho a la dignidad humana.

8º) Que hace a esta dignidad que las necesidades del hombre sean satisfechas con decoro, lo que en la faz jurídica implica que la ley las reconozca, en tanto su satisfacción no viole los límites del art. 19 de la Constitución Nacional, es decir no ofendan el orden y a la moral pública ni perjudiquen a un tercero, de modo tal que puedan conducir a la realización personal, posibilidad que por otra parte es requisito de una sociedad sana.

9º) Que en el matrimonio, como institución jurídica, se reconocen necesidades humanas esenciales, como la de satisfacer su sexualidad a través de una relación con características de permanencia, con miras a la constitución de una familia, y, regularmente, a la procreación. Esta disposición a constituir una familia se halla ínsita en la naturaleza humana; las formas que esta institución ha adoptado son las más variadas como nos lo enseñan la antropología y la historia, ya que si bien la familia es universal, al igual que todas las demás instituciones es un producto social sujeto a cambios y modificaciones; pero cualesquiera sean las hipótesis sobre su evolución y la influencia de las condiciones del desarrollo económico político y religioso sobre su funcionamiento social, ella constituye el nudo primario de la vida social. Gozan tanto el matrimonio como la familia de un reconocimiento constitucional expreso (arts. 14 nuevo y 20, interpretado a potiori, de la Constitución Nacional).

10) Que en el sub examine, tras seguir los pasos que establecen las normas de los derechos de fondo y de forma, se llegó a decretar el divorcio de los cónyuges, esto es, la sanción judicial que reconoce la inviabilidad del matrimonio. No parece entonces irrazonable la pretensión del recurrente de que, admitido el fracaso matrimonial por la justicia, la satisfacción de aquellas necesidades mentadas, que la Constitución Nacional reconoce y ampara, no se le nieguen hora como no sea al margen de las instituciones jurídicas del matrimonio y de la familia. Caso contrario los vínculos afectivos que en el futuro deseen anudar en tal sentido deberán soportar la marca de aquello que la ley no reconoce, la que afectaría también a su descendencia procreada en tales condiciones.

11) Que esta aseveración es sostenible al margen de que otros hombres y en otras épocas hayan estatuido el régimen legal en cuestión y que el mismo puede entonces haber sido un criterio legislativo adecuado, más allá de su carácter opinable.
No incumbe a esta Corte emitir juicios históricos, ni declaraciones con pretensión de perennidad. Sólo debe proveer justicia en los casos concretos que se someten a su conocimiento, lo que exige conjugar los principios normativos con los elementos fácticos del caso, cuyo consciente desconocimiento no se compadece con la misión de administrar justicia (Fallos: 302:1611). Carece de sentido, para resolver la causa, preguntarse por las razones que animan debates seculares que sería de una presunción imprudente pretender zanjar aquí.

12) Que es también atendible desde el punto de vista constitucional el argumento referente a que, en caso de mantenerse la indisolubilidad del vínculo matrimonial, el derecho de casarse se agotaría normalmente con un solo ejercicio. La posibilidad de segundas nupcias sólo existe en la legislación actual en caso de viudez, lo que resulta inadmisible si se atiende a las conclusiones a que se ha arribado, que permiten sostener que la indisolubilidad del vínculo matrimonial en vida de los esposos afecta derechos esenciales del ser humano. Esto porque sólo a través de una relación conyugal armoniosa pueden articularse las restantes relaciones de familia por ser como es la unión de los cónyuges el origen y la base de aquélla. Y si se tiene en cuenta que como se señaló, la familia goza de protección constitucional (art. 14 nuevo, de la Constitución Nacional), cabe concluir que así se conjugan armoniosamente hechos propios de la esfera de la intimidad de las personas (protegidos por el art. 19 de la Constitución Nacional) con otros que la trascienden y acaban por interesar a la sociedad toda (obvio objeto de protección del orden normativo). Grave agravio es para la buena organización de la sociedad obligarla a contener en su seno células de resentimiento y fracaso, sentimientos negativos que a más de malograr a los individuos que conforman el núcleo conyugal, se extienden como consecuencia inevitable a sus hijos. Se conjugarían así una desdicha individual con otra de innegable alcance social.

13) Que lo señalado, a más de disvalioso, contraría el principio de igualdad ante la ley establecido en el art. 16, de la Constitución Nacional.
Es del espíritu de ella, y de las leyes dictadas en su ejercicio, así como sentimiento general de la comunidad, la atención y cura de los enfermos, la rehabilitación de los discapacitados, la reinserción en el cuerpo social de quienes han delinquido; en otros términos, el brindar aún a quienes son víctimas de sus propios desaciertos, la posibilidad de recomponer su existencia. Ofende a aquel principio de igualdad que no se reconozca a los divorciados esa posibilidad.

14) Que la corrección de tal ofensa al principio de igualdad en modo alguno lleva a la equiparación del concubinato con el matrimonio. El primero supone una unión caracterizada por una voluntad de permanencia, pero realizada al margen de la regulación legal del matrimonio. Lo que sí es dable afirmar, es que la recuperación de la aptitud nupcial por los divorciados no les dejará como única posibilidad, en caso de establecer una tal vinculación afectiva con posibilidad de permanencia, la de hacerlo por la vía del concubinato. Es decir, que cesará el sinsentido de que la ley en vez de convertirse en el cauce regular de los impulsos humanos, obligue a un grupo de personas a no poder desarrollarlos sino al margen de ella, caso que entra acabadamente en el supuesto típico de violación del principio de igualdad tal como de larga data lo caracterizó esta Corte (confr. Fallos: 182:355; 234:655; 249:596; 254:204; 299:146, 181; 302:192, 457, entre otros).

15) Que en relación al segundo interrogante planteado en el considerando 4º), esta Corte ha afirmado que la misión más delicada de la justicia es saberse mantener dentro del ámbito de su jurisdicción, sin menoscabar las funciones que incumben a otros poderes, y ha reconocido el cúmulo de facultades que constituyen la competencia funcional del Congreso de la Nación, como órgano investido de poder de reglamentar los derechos y garantías reconocidos por la Constitución Nacional con el objeto de lograr la coordinación entre el interés privado y el interés público (causa: R.401-XX, “Rolón Zappa, Víctor F.”, del 30 de septiembre de 1986). Pero esa afirmación no puede interpretarse como que tales facultades puedan ejercerse desconociendo derechos constitucionales, pues en nuestro ordenamiento jurídico la voluntad del constituyente prima sobre la del legislador (art. 31, de la Constitución Nacional), por lo que atentas las facultades de control de constitucionalidad de las leyes confiado por la Constitución Nacional al Poder Judicial, corresponde que éste intervenga cuando tales derechos se desconozcan.

16) Que el control judicial de constitucionalidad no puede desentenderse de las transformaciones históricas y sociales. La realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu de las instituciones de cada país, o descubre nuevos aspectos no contemplados antes, sin que pueda oponérsele el concepto medio de una época en que la sociedad actuaba de distinta manera (Fallos: 211:162). Esta regla de hermenéutica no implica destruir las bases del orden interno preestablecido, sino defender la Constitución Nacional en el plano superior de su perdurabilidad y la de la Nación misma para cuyo gobierno pacífico ha sido instituida (fallo citado), puesto que su interpretación auténtica no puede olvidar los antecedentes que hicieron de ella una creación viva, impregnada de realidad argentina, a fin de que dentro de su elasticidad y generalidad siga siendo el instrumento de la ordenación política y moral de la Nación (Fallos: 178:9).
Esta Corte que no rechazó el desconocimiento de los derechos electorales de la mujer, ¿mantendría esa postura si todavía hoy el legislador no los hubiera reconocido? Cuestiones que no hieren la sensibilidad de una época pueden ofender profundamente a la de las que siguen; los tormentos y azotes que proscribió la Constitución de 1853 fueron detalladamente previstos en legislaciones anteriores, y constituyeron una práctica judicial corriente universalmente no por uno sino por muchísimos siglos.
Cabe entonces admitir que esas transformaciones en la sensibilidad y en la organización de la sociedad coloquen bajo la protección de la Constitución Nacional situaciones que anteriormente se interpretó que no requerían su amparo.

17) Que así esta Corte admitió reiteradamente la creación legislativa de cuerpos administrativos con facultades jurisdiccionales (confr. la larga lista de casos contenida en Fallos: 247:646, considerando 11), pero señaló que ningún objetivo político, económico o social tenido en la vista por el Poder Legislativo, cualquiera sea su mérito alcanzaría a justificar la transgresión de principios constitucionales (Fallos: 247:646, citado).

18) Que es sin embargo en la esfera patrimonial donde encontramos el más acabado ejemplo de cómo una materia reconocida como propia de la esfera del legislador se tomó por la fuerza de los hechos y de la falta de una adecuada transformación legislativa en objeto de decisión jurisdiccional de modo que esta Corte debió reconocer que estaban siendo afectados derechos constitucionales. Este caso es el de la admisión del ajuste por depreciación monetaria. Esta Corte, en prolongado lapso, rechazó pretensiones de actualización de créditos, pues entendió que aún cuando el valor de la moneda se establece en función de las condiciones generales de la economía, la fijación del mismo estaba reservada al Estado Nacional por disposiciones constitucionales expresas y claras, por lo que no cabría pronunciamiento judicial, ni decisión de otra autoridad, ni convención de particulares, que tendiere a la determinación de aquél (Fallos: 225:135; 226:261); agregó a estos argumentos otros referentes al valor de la litiscontestación (Fallos: 237:865; 241:73; 242:35; 262:281) y sostuvo que en modo alguno cabría sobrepasar en la condena el monto inicialmente demandado (Fallos: 224: 106; 241:22, 185; 242:264) aun en los casos de responsabilidad aquiliana en los que, hasta aquel máximo se atendía a la depreciación monetaria (Fallos: 249:320; 255:317; 258:94; 261:426).
Sin embargo, posteriormente, cambió su criterio, pues entendió que la cuestión habría alcanzado a afectar disposiciones de la Constitución Nacional, que le imponían atender el imperativo de afianzar la justicia (Fallos: 298:466; 300:655; 301:319), que se hallaban afectados el derecho de propiedad (Fallos: 298:466; 300:655; 301:759), la exigencia de una indemnización justa en las expropiaciones (Fallos: 268:112; 300:1059), el derecho a una retribución justa (Fallos: 301:319), etc.

19) Que un protagonista de esa transición, el juez de esta Corte, José F. Bidau, cuya postura es de especial interés por cuanto suscribió muchas de las sentencias anteriores al cambio de criterio referido y posteriormente adhirió a su modificación, expuso razones en Fallos: 268:112 que es oportuno reiterar en esta ocasión. Dijo allí que la persistencia de la anterior doctrina, pese a la evidente transformación de la realidad, se basaba en la esperanza de que se detuviera el proceso inflacionario y de que el legislador contemplara su repercusión jurídica. Agregó a continuación: “. . vista la persistencia de ese fenómeno y los extremos que alcanza al presente, no es posible mantener principios jurídicos que se han convertido en ficticios”. Que en consecuencia, no resulta admisible que los jueces adviertan con claridad las transformaciones operadas en cuestiones patrimoniales, y que puedan escapar a su percepción cuestiones como las ventiladas en esta causa directamente relacionadas con la condición y naturaleza humana, el desarrollo de la personalidad y la dignidad del ser humano.

20) Que todo lo antedicho conduce a que lo dispuesto en el art. 64, de la ley 2393, y todas aquellas normas que resultan concordantes con ese texto legal en cuanto privan a los divorciados de la posibilidad de recuperar la aptitud nupcial deben ser declarados inconstitucionales.
Por ello, habiendo dictaminado el señor Procurador Fiscal, se hace lugar al recurso extraordinario y se deja sin efecto la sentencia apelada, de manera que el expediente deberá volver a fin de que por quien corresponda se dicte una nueva como consecuencia de lo aquí declarado, restableciendo en consecuencia la aptitud nupcial de las partes al quedar disuelto su vínculo matrimonial. José SEVERO CABALLERO (en disidencia) — AUGUSTO CÉSAR BELLUSCIO (en disidencia) — CARLOS S. FAYT (según su voto) — ENRIQUE SANTIAGO PETRACCHI (según mi voto) — JORGE ANTONIO BACQUÉ (según su voto).

VOTO DEL SEÑOR MINISTRO DOCTOR DON ENRIQUE SANTIAGO PETRACCHI

1º) Que el pronunciamiento de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala “C”, confirmatorio del de primera instancia, rechazó la impugnación de inconstitucionalidad del art. 64 de la ley de matrimonio civil, que formularon los cónyuges divorciados en el expediente agregado por cuerda. Contra tal decisión dedujo el recurrente el recurso extraordinario de fs. 41 y siguientes, que, previa vista del Fiscal de Cámara, fue concedido por el a quo a fs. 66.

2º) Que la recurrente persigue mediante la acción instaurada en autos la declaración de inconstitucionalidad del citado art. 64, de la ley 2393, y de sus concordantes, en la medida en que estos establecen la indisolubilidad del vínculo matrimonial que une a ambos peticionarios solicitando, en consecuencia, el restablecimiento de su aptitud nupcial.

3º) Que la intervención en estos autos de Doña Ana María Zaks a fs. 13, se produce por el traslado decidido en primera instancia corno medida para mejor proveer con motivo de la incidencia que en su estado civil podría tener una eventual decisión favorable a la petición del actor. Esa presentación se reduce a adherir a lo solicitado por el actor en punto a que se tenga por disuelto el vínculo matrimonial.

4º) Que, primeramente, corresponde destacar el carácter justiciable, en los términos de los arts 100, de la Constitución Nacional, y 2º, de la ley 27, que posee el caso sub examine, y que ha sido negado por la Cámara a quo.
Al efecto, debe tenerse en cuenta que los argumentos de fondo, que también ha dado el a quo para rechazar la acción intentada, consisten en que el derecho de “casarse conforme las leyes” que contempla el art. 20 de la Constitución Nacional, no se vería cercenado por la disposición impugnada, según expresó el señor Procurador General en el dictamen de Fallos: 306:928, y que en dos decisiones recientes, las recaídas in re: “Lorenzo, Constantino c/ Estado Nacional”, Comp. Nº 5l5.XX, y “Klein, Guillermo Walter s/ amparo”, K.29-XX, de fechas 12 de diciembre de 1985 y 29 de agosto de 1986, respectivamente, esta Corte ha puesto de relieve que el Poder Judicial de la Nación, conferido a la Corte Suprema de Justicia y a los tribunales nacionales por los arts. 94, 100 y 101 de la Constitución Nacional, se define, de acuerdo con invariable interpretación —que el Congreso argentino y la jurisprudencia de este Tribunal han recibido de la doctrina constitucional de los Estados Unidos—, como el que se ejercita en las causas de carácter contencioso a las que se refiere el art. 2, ley 27. Y se añadió que tales causas son aquellas en las que se persigue en concreto la determinación de un derecho debatido entre partes adversas (doctrina de Fallos: 156: 318, consid. 5, p. 321).
Agregó la Corte que, en consecuencia, no se da una causa o caso contencioso que permita el ejercicio del Poder Judicial conferido a los tribunales nacionales cuando se procura la declaración general y directa de inconstitucionalidad de las normas o actos de los otros poderes (Fallos: 243:176 y 256:104, cons. 5, párr. 2). Y precisó el Tribunal que, desde sus inicios (Fallos: 1:27 y 292), negó que estuviese en la órbita del Poder Judicial de la Nación la facultad de expedirse en forma general sobre la constitucionalidad de las normas emitidas por los Poderes Legislativo y Ejecutivo (Fallos: 12:372; 95:51 y 115:163).
A la vez, el Tribunal aclaró en los dos precedentes aludidos, que los principios a que se refieren no tienen por corolario que en el orden nacional no exista la acción declarativa de inconstitucionalidad. En las ocasiones señaladas se enfrentó la confusión, anteriormente existente entre las peticiones abstractas y generales de inconstitucionalidad, que no pueden revestir forma contenciosa por la ausencia de interés inmediato del particular que efectúa la solicitud, y las acciones determinativas de derechos de base constitucional cuya titularidad alega quien demanda y que tienden a prevenir o impedir las lesiones de tales derechos como son la acción de mera certeza y de amparo o el juicio sumario en materia constitucional, medios por los cuales el sistema de tutela jurisdiccional de las garantías constitucionales adoptado en los inicios del sistema judicial federal, adquiere el desarrollo adecuado al cumplimento de su finalidad propia.
La acción intentada en autos persigue concretamente que se declare la habilidad nupcial del demandante y de su ex cónyuge que se adhiere a la pretensión, la que es objetada por el ministerio público. En cuanto a lo último, conviene tener en cuenta que en el caso “Collado, María s/adopción”, C.812-XIX, en el cual recayó pronunciamiento el 16 de setiembre de 1986, esta Corte dictó pronunciamiento acerca de una cuestión solamente controvertida entre el peticionario de la adopción y el ministerio pupilar.
En las condiciones del sub lite, no existe obstáculo para el ejercicio de la jurisdicción conferida al Tribunal por el art. 100 de la Constitución, y el 14 de la ley 48.
Tampoco supone óbice al tratamiento de la cuestión traída por el apelante la jurisprudencia del Tribunal, según la cual el voluntario sometimiento de los interesados a un régimen jurídico, sin reserva expresa, determina la improcedencia de su impugnación posterior con base constitucional.
En efecto, la doctrina de la renunciabilidad de las garantías constitucionales, sólo se refiere a las que amparan derechos de contenido patrimonial, y no a aquellas instituidas en resguardo de otros derechos vinculados con el estatuto personal de la libertad (Fallos: 279:283, que concuerda con antecedentes de Fallos: 149: 137; 241:162; 249:51, entre otros).
Es también fundamento del fallo apelado que “el derecho a obtener el divorcio vincular no se encuentra consagrado por ningún texto constitucional ni —mucho menos— puede entendérselo como uno de los derechos. no enunciados a que alude el art. 33, de la Ley Fundamental”.
Contra tales consideraciones el apelante sostiene que, si bien la disolubilidad del matrimonio no estaría garantizada constitucionalmente, la indisolubilidad de aquél lesiona el derecho a la vida afectiva o familiar, aspecto que concierne al libre desenvolvimiento de la personalidad humana. Al respecto, recuerda que los derechos de la personalidad, con arreglo a lo declarado en Fallos: 302:2184, gozan de reconocimiento y tutela constitucional y que el recurrente vincula al art. 33, de nuestra Carta Magna.
Por otra parte, alega éste a su favor la garantía de la igualdad consagrada por el art. 16, de la Constitución, atepto el trato discriminatorio que reciben las familias formadas irregularmente; lo mismo que respecto del art. 14 bis de aquélla, en cuanto consagra el amparo a la familia, sin calificativo alguno. Por último, invoca el debido proceso sustantivo, al sostener la total irrazonabilidad de la norma legal cuya validez cuestiona.
Se advierte, pues, que el apelante no basa directamente su pretensión en el amparo del art. 20, de la Constitución, sino que deduce el derecho alegado de las normas y principios ya señalados. Mas esto significa que la libertad de casarse de conformidad con las leyes que consagra el citado art. 20, adquiriría, al relacionarlo con las garantías que apoyan el reclamo aquí formulado, el contenido que el a quo le niega.
Ante ello, resulta procedente la pauta hermenéutica reiteradamente aplicada por el Tribunal en el sentido de que la Constitución debe ser analizada como un conjunto armónico, dentro del cual cada una de las disposiciones ha de ser interpretada de acuerdo con el contenido de las demás (Fallos: 302:1461, pág. 1482). A lo que cabe añadir lo indicado in re “Fernández Meijide, Pablo s/ averiguación por privación ilegítima de la libertad”, y M.376-XX, “Municipalidad de Laprida c/Universidad de Buenos Aires - Facultad de Ingeniería y Medicina s/ejecución fiscal”, de fechas 22 de agosto de 1985 y 29 de abril de 1986, respectivamente, acerca de que en la tarea de establecer la inteligencia de las normas federales que le asigna el inc. 39 del art. 14, de la ley 48, la Corte no se encuentra limitada por las argumentaciones del tribunal apelado y del recurrente, sino que le incumbe realizar “una declaratoria sobre el punto disputado” (art. 16, de la ley citada), según la interpretación que ella rectamente le otorga.

5º) Que en muchas oportunidades esta Corte ha manifestado que siempre debe tenerse presente que la declaración de inconstitucionalidad de una disposición legal es un acto de suma gravedad institucional, por lo cual debe ser considerado como ratio final del orden jurídico (Fallos: 295:850). Pero también tiene establecido que los jueces pueden y deben interpretar y aplicar la Constitución en los casos concretos sujetos a su decisión, facultad conferida por el art. 100, de la Constitución Nacional, que consagra como un deber y función del Poder Judicial el control de la constitucionalidad de ¡os actos normativos de los otros poderes del Estado.
Dada la gravedad de toda decisión sobre la inconstitucionalidad de una disposición legal, esta Corte ha sentado también la doctrina de que es requisito que se encuentre cuestionado el reconocimiento de algún derecho concreto, a cuya efectividad obstaren las normas cuya validez se impugna (Fallos: 256:386; 264:206, considerando 79; 270:74, entre otros). Dado que en el presente caso se discute el alcance del derecho a casarse según las leyes que en consecuencia de la Constitución se dicten, se impone juzgar si resulta procedente recurrir a la “ratio final” de la declaración de inconstitucionalidad como solución del problema planteado, lo que obliga al cuidadoso análisis de todas las circunstancias en juego.

6º) Que, en consecuencia de lo dicho hasta ahora, corresponde encuadrar el análisis de la cuestión controvertida en el contexto de la doctrina que esta Corte ha consagrado con relación a los derechos y garantías constitucionales en sus recientes decisiones, particularmente en los casos “Ponzetti de Balbín c/Editorial Atlántida, S.A.”, P.526-XIX y “Bazterrica, Gustavo Mario s/tenencia de estupefacientes”, B.85-XX. La doctrina sentada por esta Corte en los casos aludidos, ha puesto de manifiesto que nuestra Constitución establece, en su primera parte, “lo que en el pronunciamiento de la Corte Suprema de los EE.UU. emitido en el caso «Palko y/Connecticut» (302 U.S. 319-1937), el juez Cardozo denominaba «esquema de ordenada libertad que está conformado por los derechos básicos de los individuos. . ». Se constituye así una trama de ubicación de los individuos en la sociedad en la que se entrelazan derechos explícitos e implícitos y en la cual la libertad individual está protegida de toda imposición arbitraria o restricción sin sentido, desde que el art. 28 de la Ley Fundamental, según ha establecido este Tribunal, impide al legislador «obrar caprichosamente de modo de destruir lo mismo que ha querido amparar y sostener» (Fallos: 117:432, página 436) “.
El caso exige entonces, pronunciarse sobre temas especialmente delicados que conciernen a la libertad de cultos y de conciencia, a las normas constitucionales vinculadas al matrimonio y a la familia, y a la compatibilidad del art. 64, de la ley 2393, con las exigencias mencionadas en el párrafo precedente. La gravedad de esta decisión se acentúa ante el hecho de que se halla en examen la eventual inconstitucionalidad de un precepto legal que lleva cien años de vigencia, sin que, hasta ahora, el Tribunal se estimara habiliiado a otorgarle tratamiento.
Lo que a su vez obliga a tener presente, como se dice en uno de los votos concurrentes, in re: Bazterrica, “que nuestro país atraviesa una coyuntura histórico-política particular en la cual, desde las distintas instancias de producción e interpretación normativas, se intenta reconstruir el orden jurídico con el objeto de establecer y afianzar para el futuro en su totalidad las formas democráticas y republicanas de convivencia de los argentinos, de modo que dicho objetivo debe orientar la hermenéutica constitucional en todos los campos”.

7º) Que, consecuentemente, la Corte Suprema está obligada a afianzar y desarrollar la misión que le incumbe en la concreción y el desenvolvimiento de los derechos fundamentales garantizados por la Constitución.
Los representantes del pueblo de la Nación Argentina, que sancionaron la Constitución como ley fundamental, crearon en el artículo 94 una Corte Suprema, con el propósito de confiarle la interpretación del instrumento de gobierno que nacía.
En efecto, expresa Alberdi en el parágrafo XIX. de Las Bases, que “la idea de constituir la República Argentina no significa otra cosa que la idea de crear un gobierno general permanente, dividido en los tres poderes elementales destinados á hacer, á interpretar y á aplicar la ley, tanto constitucional como orgánica... Tanto esas leyes como la Constitución serán susceptibles de dudas en su aplicación. Un poder judiciario permanente y general será indispensable para la República Argentina”.
Por lo tanto, la Corte Suprema se ha definido como intérprete final de la Constitución. El ejercicio de esta función encuentra su cabal significado si se tiene en cuenta que aquélla no proclama como principio único la soberanía popular (Preámbulo y art. 33), sino que en la segunda parte del art. 19 y en el art. 29, consagra el principio del estado de derecho, otorgando primacía a la ley como regla general y objetiva por sobre la voluntad subjetiva de los gobernantes.
Echeverría intentó en el capítulo X del Dogma Socialista una conciliación entre ambos principios, condicionada por las circunstancias de su época y por las limitaciones de los instrumentos conceptuales disponibles. Dicha conciliación, en lenguaje más preciso, podría traducirse en el sentido de que la autoridad última de carácter positivo se halla, dentro de la comunidad política en el consenso racional del pueblo. Es decir, no en cualquier tipo de coincidencia de voluntades, sino en el asentamiento elaborado con arreglo a métodos objetivos de seria dicusión dentro de un marco valorativo de contenidos no arbitrarios ni puramente subjetivos.
En el campo de la elección de los medios más adecuados para lograr las finalidades del bien común que persiguen los poderes de policía tal como, con amplitud, los define la jurisprudencia del Tribunal, el proceso legislativo constituye, sin duda, la vía apta para llegar a decisiones al menos aceptables, en virtud del compromiso, o de la imposición de la mayoría.
Pero cuando se trata de precisar el contenido de los derechos humanos fundamentales, adquiere preeminencia el poder judicial a cuyos integrantes corresponde desempeñar una de las funciones primordiales de la actividad jurídica de un estado de derecho: garantizar el respeto de los derechos fundamentales de las personas frente al poder del estado, erigiéndose así en conquista irreversible del sistema democrático, en una de las formas más eficaces de resguardar la coexistencia social pacífica, asegurando el amparo de las valoraciones, creencias y standards éticos compartidos por conjuntos de personas, aun minoritarios, en cuya protección se interesa la comunidad para su convivencia armónica.
Cabe advertir que la renuncia a dicha función por parte de este Tribunal, traería aparejado el riesgo de que sólo aquellas valoraciones y creencias de las que participa la concepción media o la mayoría de la sociedad encontraría resguardo, y, al mismo tiempo, determinaría el desconocimiento de otros no menos legítimos intereses sostenidos por los restantes miembros de la comunidad, circunstancia ésta que, sin lugar a dudas, constituiría una seria amenaza al sistema republicano democrático que la Nación ha adoptado (art. 1 de la Constitución Nacional).
Precisamente, la primera parte de nuestra Constitución se encuentra destinada a proteger a los ciudadanos, individualmente y en grupo, contra ciertas decisiones que podría querer tomar una mayoría, aun cuando ésta actuase siguiendo lo que para ella es el interés general o común.
Esta concepción, propiciada por algunos modernos exponentes del pensamiento constitucional norteamericano (Dworkin Ronald, Los derechos en serio, Ed. Ariel, Barcelona, 1984, pág. 211, y Richards, David A. J., The Moral Criticisn’z of Law, Encino, California, 1977), no difiere de la expuesta por Rodolfo Rivarola: “Los derechos individuales se ánteponen en la Constitución a la voluntad del número, pueblo o mayoría. El razonamiento de la ley fundamental, tiene la claridad de la evidencia. En primer lugar el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes. Estos últimos tienen como legisladores poderes limitados, declarados en el art. 67. Como ejecutivo y como judicial, poderes limitados también. Para contener el exceso legislativo se halla en la Corte Suprema el poder de anular la aplicación de la ley ante un recurso de la persona afectada por ella. Esta es la esencia de nuestro liberalismo” (La Constitución Argentina y sus principios de ética política, Buenos Aires, 1928, pág. 115).
Los ideales básicos de la Constitución son, pues, la libertad y la dignidad del hombre, y el sistema democrático el mejor medio para hacer efectivos dichos principios que, por ello, no pueden ser concebidos como mera técnica para lograr el buen funcionamiento del orden político.
A la razón expuesta cabe agregar, que el efecto perdurable de las decisiones judiciales depende de la argumentación que contengan y de la aceptación que encuentren en la opinión pública, con la que los jueces se hallan ‘en una relación dialéctica distinta que la que mantiene el legislador. Esa relación es también relevante, pues no poseen otro medio de imposición que el derivado del reconocimiento de la autoridad argumentativa y ética de sus fallos, y del decoro de su actuación.
La idoneidad de los jueces para robustecer el sistema de valores consagrado en la etapa fundacional de la nacionalidad argentina exige que sepan ejercer sus facultades en el terreno para el cual resultan aptas, o sea el de los derechos fundamentales de las personas, sin intentar controlar las decisiones legislativas y ejecutivas para sustituirlas por el propio criterio técnico de los tribunales, o sus standards de prudencia política.
El punto delicado se halla, pues, en el discernimiento entre lo que sólo es materia de prudente discreción legislativa o ejecutiva, y lo que ingresa en el ámbito de aquellos derechos. Tal discernimiento es posible si se tiene en cuenta que los derechos consagrados por la Constitución poseen un contenido inicial objetivamente investigable, y que el desarrollo que de ellos se haga partirá de su ratio, o de los principios estructurales reconocibles en el sistema adoptado, como ocurre en el supuesto del art. 33.
Repetidamente se ha entendido que el tema del divorcio vincular es ajeno al campo de los derechos fundamentales y que su otorgamiento o rechazo depende de una decisión discrecional del Congreso. Sin embargo, como se verá en el considerando siguiente, a poco que se utilicen los instrumentos adecuados de investigación constitucional, se advierte que tal perspectiva ha de ser cambiada.

8º) Que, en efecto, no se ajusta a los cánones de interpretación constitucional sostenidos por la Corte Suprema desde el caso de Fallos: 172:21, la manera en la que el juez de primera instancia estima ajena a la Constitución la cuestión relativa al divorcio vincular, cuando afirma que “cuesta persuadirse de que el constituyente de 1853 contara entre las garantías individuales, explícita o implícitamente, la de la disolubilidad del vínculo matrimonial”. A lo que agrega que “entre la fecha de sanción de la Constitución, su reforma de 1860 y la de la ley atacada, pasaron treinta años, y hay que decir que ésta guarda coherencia y se inscribe en el contexto de la ideología liberal que inspiró a aquéllos” (fs. 18).
Frente a este modo de encarar el problema cabe recordar que, como principio de interpretación de la Constitución Nacional, no es adecuada una exégesis estática de ésta y de sus leyes reglamentarias inmediatas que esté restringida por las circunstancias de su sanción. Las normas de la Constitución están destinadas a perdurar regulando la evolución de la vida nacional, a la que han de acompañar en la discreta y razonable interpretación de la intención de sus creadores (Fallos: 256:588).
Si las normas jurídicas, en general, y las constitucionales, en especial, pueden superar el horizonte histórico en el que nacen, ello es porque el contenido que tienen en el momento de la sanción se distingue de las ideas rectoras que las impregnan, ya que éstas poseen una capacidad abarcadora relativamente desligada de las situaciones particulares que les dieron origen.
Obsérvese a este respecto, que pese a hallarse reconocida la libertad de practicar en forma pública cultos disidentes desde el Tratado con Gran Bretaña del 2 de agosto de 1825, cuyos beneficios extendió la Sala de Representantes de la Provincia de Buenos Aires a todos sus habitantes con la ley del 12 de octubre de esé año, hasta 1833 no existieron medios para contraer matrimonio fuera de los ritos de la Iglesia Católica Romana. Sólo el decreto firmado el 20 de diciembre de 1833 por el General Viarnonte como gobernador de la provincia mencionada reconoció a todos los individuos —extranjeros o ciudadanos— de las distintas creencias no católicas existentes en el país, el derecho a contraer matrimonio, previa autorización judicial, ante un ministro de su culto.
Alberdi cometió un descuido al incluir el derecho a casarse en el art. 21 de su proyecto, fuente del actual art. 20 de la Constitución. En la nota respectiva se entiende que quiso volcar en él los derechos ya reconocidos a los súbditos británicos por el Tratado de 1825, olvidando la formación específica de carácter general preexistente sobre el matrimonio, punto en cambio no incluido explícitamente en el Tratado.
Por tal motivo, se dio la paradoja de que el derecho a casarse de íos habitantes nativos se deduce, en la letra del texto constitucional, del art. 20 que hace extensivo a los extranjeros los derechos de los ciudadanos.
Mas si al autor de Las Bases se debe esta imperfección técnica, también ha de admitirse que la redacción que él había proyectado en punto a la libertad de casarse indica que el propósito de esta cláusula no se agota, en su contexto original, con permitir a todos los habitantes celebrar el acto del matrimonio según las normas de su culto, como lo hacía el decreto de 1833. El art. 21 del proyecto decía que sus contratos matrimoniales no pueden ser invalidados porque carezcan de conformidad con los requisitos religiosos de cualquier creencia, si estuviesen legalmente celebrarlos”.
Esto significa la secularización del matrimonio, y en tal sentido entendieron la escueta cláusula del art. 20 de la Ley Fundamental Sarmiento y Avellaneda al emitir la declaración del 30 de junio de 1870 publicada en el Registro Nacional de la República Argentina, Apéndice al Primer Semestre de 1870, págs. 5/8. En ese acto se manifestó que no era facultad de la ley civil tutelar disposiciones canónicas sobre los matrimonios entre personas de distintos credos.
La regulación puramente civil del matrimonio tiene, entonces, una clara relación con la libertad de conciencia, tal como lo señaló el voto del juez Flores, de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal de Córdoba, transcripto entre los antecedentes del célebre caso de Fallos: 53:188 (pág. 198), haciendo referencia asimismo, a la apertura del país a la inmigración bajo la garantía de la libertad prometida en el Preámbulo.

9º) Que la actual doctrina de este Tribunal, ya aludida, implica aceptar el resguardo de la autonomía de la conciencia y la libertad individuales como fundantes de la democracia constitucional. Esto obliga al análisis del significado de la garantía, de que cada habitante de la Nación goza, de profesar libremente su culto (art. 14 Constitución Nacional). Se trata del reconocimiento para todos los habitantes de la Nación de la libertad religiosa, la que conileva la facultad de no profesar religión alguna.
Conviene reflexionar, al respecto, que si la ley civil sólo dejare a cada persona la facultad de casarse según las reglas de su culto, autorizando a los no creyentes al matrimonio civil, fijaría coactivamente el status de cada individuo que debería seguir los cánones de la confesión en la que contrajera enlace, cuando la libertad de conciencia demanda que las normas religiosas sólo sean seguidas fuera de toda compulsión. Esta libertad garantiza el respeto de la dignidad de cada hombre y la convivencia en una comunidad política de personas con diversidad de creencias religiosas o de cosmovisiones seculares.
La libertad de conciencia es incompatible, por ende, con la confesionalidad del estado. El privilegio que, como religión de la mayoría de los habitantes del país, recibió la Iglesia Católica en la Constitución de 1853/1860 no importa, como observara Avellaneda en la declaración antes citada, que aquélla sea establecida como religión del Estado. Y aún “siendo innegable la preeminencia consagrada en la Constitución Nacional en favor del culto católico apostólico romano, al establecer la libertad de todos los cultos no puede sostenerse con su texto, que la Iglesia Católica constituye un poder político en nuestra organización, con potestad de dictar leyes de carácter civil como son las que estatuyen el régimen del matrimonio”, según lo expresado por la Corte Suprema en el ya mentado precedente de Fallos: 53: 188 (consids. 19 y 69, págs. 208 y 209).
El sentido pleno y manifiesto del art. 20 de la Constitución desde su origen, ha consistido por lo tanto, en que nadie puede ser compelido directa o indirectamente a aceptar el régimen de condiciones y formas matrimoniales de confesión religiosa alguna.
La consecuencia inevitable de esta concepción estriba en la imposibilidad de imponer reglas sobre la permanencia del matrimonio cuyo sustento sea una fe determinada.
Los constituyentes legaron a la Nación futura, patrones normativos aptos para acompañarla en su evolución, capaces de contemplar la dinámica de la realidad, reacia a ser captada en fórmulas inmutables (considerando tercero del voto del Procurador General como juez subrogante en Fallos: 302: 1461). La consagración de la libertad de conciencia en nuestra Constitución fue la que llevó a que, en el mensaje que acompañó el proyecto de ley 2393 al Congreso de la Nación, el entonces Presidente de la República, don Miguel Juárez Celman afirmara: “Las leyes que reglamenten el matrimonio deben inspirarse en el mismo espíritu liberal de la Constitución para que sea una verdad la libertad de conciencia como promesa hecha a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Sin embargo, el proyecto de ley luego sancionado establece en un artículo, cuya constitucionalidad está hoy sometida al Tribunal, la indisolubilidad del matrimonio por divorcio, lo que evidentemente —como lo ha reconocido, por lo demás, la mayoría de la doctrina— importa recibir la concepción sostenida por la Iglesia Católica sobre ese vínculo. De tal forma la Ley de Matrimonio Civil seculariza al matrimonio en cuanto a su celebración y jurisdicción, pero mantiene los cánones de una religión en particular en lo relativo a su disolución. Este doble carácter del sistema fue uno de los capítulos más intensos de la dura discusión parlamentaria que precedió la sanción de la ley 2393, en especial las intervenciones del senador Pedro Funes y del diputado Estrada, ambos opuestos al proyecto de ley, defensores del matrimonio canónico que pusieron de manifiesto la inconsistencia de la ley en este aspecto (Diario de Sesiones, Diputados, año 1888, página 397).
La secularización parcial de la institución del matrimonio, que en el momento de la discusión parlamentaria el senador Pizarro calificó de “eclecticismo”, significa que ia ideología liberal de nuestra Constitución sólo en parte se hace presente en la ley mencionada. Un similar fenómeno ocurrió en la misma época, con legislaciones de otros países cuyas instituciones guardan una fuerte semejanza con las nuestras, como puede observarse en el proceso legislativo del divorcio vincular en Francia frente a los postulados de la Iglesia Católica (Planiol, M. y Ripert, J., Tratado de Derecho Civil francés, ed. Cultural S.A., tomo II, pág. 369 y ss.).
Lo expuesto ilustra sobre la correspondencia lógica que existe entre el contenido constitucional expreso de la libertad de casarse y la exigencia de no imponer regla religiosa alguna concerniente a los efectos del matrimonio, y menos en lo atinente a la permanencia del vínculo.
Sin embargo, como se lo ha señalado anteriormente, desde una perspectiva ética, la exclusión del divorcio vincular de la esfera de la ley civil importa la consagración estatal de una restricción cuyo fundamento no responde a las normas morales que en términos generales comparten diversos credos arraigados en el pueblo argentino, sean de carácter religioso o humanista laico.
La doctrina no es pacífica en nuestro medio social si puede atribuirse a la Ley de Matrimonio Civil un carácter confesional. Muchos autores han sostenido que no resulta fácilmente compatible el carácter indisoluble por divorcio del matrimonio, que proviene de su reglamentación en el derecho canónico, con la libertad de los habitantes de la Nación de profesar diversas creencias religiosas, muchas de las cuales no conciben al matrimonio como indisoluble; como ocurre también con personas que no profesan creencia religiosa alguna. Esa fue la posición que sostuvo Bibiloni en su anteproyecto de reformas al Código Civil Argentino de 1936 en el cual caracteriza la indisolubilidad del matrimonio que la ley establece como contraria a las “creencias que constitucionalmente respeta” (Bibiloni, Antonio, Anteproyecto de Reformas al Código Civil Argentino, ed. Abeledo, página 95).
La neutralidad religiosa de nuestra Constitución Nacional que surge de la consagración de la libertad de cultos podría pues resultar antagónica con la consagración aunque sea parcial, de los principios de una religión determinada. Esto ha llevado a decir a distinguidos intérpretes de nuestra Constitución que “todos los preceptos constitucionales de tónica cristiana —el art. 2 sobre el sostenimiento del culto católico, el art. 76 que establece el recaudo confesional para ser electo Presidente de la República, etc.— son decisiones políticas de orden transaccional” (Sampay, Arturo Enrique, La filosofía del Iluminismo y la Constitución Argentina cte 1853, Depalma, 1944, página 17). 0 que “según la Constitución Argentina el estado es laico, por más que se acuerde una preferencia o privilegio en favor del culto católico. Está separado de la Iglesia Católica, aunque la favorezca sosteniendo su culto” (Sánchez Viamonte, Carlos, Manual de Derecho Constitucional, ed. Kapelusz, página 108 y ss.).
Puede afirmarse entonces que, para que una Ley de Matrimonio Civil sea compatible con el sistema de libertad consagrado en nuestra Constitución, debe serlo también con la neutralidad confesional que ésta adopta, de modo tal que esa ley no obstaculice la plenitud de la garantía constitucional de profesar cualquier religión o no profesar ninguna. De este modo resultaría violatorio del art. 14 de la Constitución Nacional imponer coactivamente alguno de los principios de las diversas religiones que coexisten en nuestra sociedad, incluido el de la indisolubilidad del vínculo matrimonial prescripto por el credo católico, respecto de aquéllos que no profesan esa religión.

10) Que, según lo antes expresado, la disposición de la ley 2393 que establece que el vínculo matrimonial no se disuelve por divorcio, sería inconstitucional si consistiera en la consagración legislativa del Canon 1141 que establece la indisolubilidad del matrimonio como dogma de la Iglesia Católica al decir: “El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte”. Esto es así porque la Constitución Nacional protege la libertad, de todos los habitantes de la Nación que no profesan el credo católico, de concebir sus vinculaciones matrimoniales con alcances distintos que los que establece esa religión en particular.
Corresponde además recordar que la libertad religiosa establecida en la Constitución resulta hoy aceptada y propugnada como cualidad de las legislaciones civiles por la propia Iglesia Católica. Efectivamente, en la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II se hace alusión a la libertad religiosa y se dice: “. . .esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coerción tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales o de cualquier potestad humana y esto de tal manera que, en materia religiosa, no se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos... Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de tal forma que llegue a convertirse en derecho civil”. Ese documento conciliar excluye “cualquier género de imposición por parte de los hombres en materia religiosa”.
Estas ideas concuerdan con las más generales expuestas en el mismo Concilio en el sentido de que, para asegurar la libertad del hombre, se requiere “que él actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido y guiado por una convicción personal e interna y no por un ciego impulso interior u obligado por mera coacción exterior (Constitución Pastoral Gaudiurn et Spes, Parte L, Cap. 1, N 17, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, 7 Edición, Tomo II, Madrid, 1967). Es una convicción en la que se hallan convocadas las esencias del personalismo cristiano y el judío y de las demás concepciones humanistas y respetuosas de la libertad con vigencia entre nosotros.
El grado de coerción sobre las decisiones religiosas de los habitantes que comporta el estado actual de la legislación civil argentina queda puesto en evidencia por las múltiples situaciones en las que los miembros de diversas confesiones ven obstaculizado un nuevo matrimonio al que pueden acceder según las reglas de su credo.
Así ocurre, principalmente, con los integrantes de la confesión católica. En efecto, la Iglesia reconoce causas amplias de nulidad matrimonial ajenas a nuestro derecho civil, admite el poder pontificio de disolver, en ciertos casos, los matrimonios ratos no consumados, o matrimonios que se celebraron entre personas no bautizadas, cuando una de ellas se convierte, o aún otras hipótesis. Además las nupcias meramente civiles entre católicos no resultan válidas ante la Iglesia y no son obstáculo al sacramento del matrimonio.
De igual modo, los tribunales rabínicos pueden autorizar divorcios y posteriores nuevos matrimonios conformes a preceptos de la Biblia hebrea y del Talmud, pero que no tienen cabida alguna en la legislación civil.
Ante tal variedad de opciones morales, profundamente arraigadas en las diversas tradiciones religiosas o humanistas seculares que gozan de un alto grado de reconocimiento social en nuestco pais, no cabe sino que el legislador busque un mínimo común denominador que permita el ejercicio incoacto de aquellas opciones.
Así, de la misma manera que el trámite de control e inscripción en sede civil del enlace matrimonial no impide que éste se realice según los ritos y con arreglo a las prescripciones de un culto determinado, tampoco la reglamentación civil del divorcio vincular impediría que cada uno de los contrayentes ajustara su conducta a las reglas de la confesión a la que pertenezca.
En este punto conviene recordar lo declarado por esta Corte en un pronunciamiento reciente, en el que ante el empleo en una sentencia civil de patrones adscribibles a una ética particularmente rigorista, manifestó que no es adecuado “que los jueces se guíen, al determinar el derecho, por patrones de moralidad que excedan los habitualmente admitidos por el sentimiento medio, pues... la decisión judicial no ha de reemplazar las opciones éticas personales cuya autonomía también reconoce el art. 19 de la Constitución Nacional” (fallo del 5 de agosto de 1986, in re: “Santa Coloma, Luis Federico y otros c/E.F.A.” - S.115.XX).

11) Que sin embargo, pese a que resulta claro, o al menos es convicción de este Tribunal, que la indisolubilidad establecida para el vínculo matrimonial como consecuencia del divorcio en la ley 2393 se ha inspirado en los preceptos de la religión católica —hecho difícil de evitar al momento de la sanción de la ley en un país donde la mayoría de los habitantes profesan ese culto—, debe admitirse que no es causal suficiente de inconstitucionalidad señalar el origen religioso de tal mandamiento impuesto por el legislador. Se requiere además demostrar que el precepto constituye la imposición generalizada a todos los habitantes de la Nación de los principios de un determinado culto.
La Constitución Nacional garantiza la libertad de conciencia pero no garantiza la incorporación al orden positivo de contenidos ético-religiosos correspondientes a ninguna creencia en particular. Por lo tanto el Estado, aunque sostenga algún culto, favoreciéndolo respecto de los otros, sólo está compelido por nuestra Constitución al respeto del orden religioso, lo que no significa garantizar la efectividad de sus contenidos por medio de las leyes que dicte.
Empero, muchos autores han sostenido que hay razones para la indisolubilidad del matrimonio que no son de orden religioso sino consecuencia de cierto concepto de organización social y del papel que la familia juega en ella, como así también de la significación del matrimonio para la constitución de la familia. De manera que podría llegar a argüirse que la indisolubilidad civil de aquél no coarta ninguna libertad de conciencia, en cuanto que no estaría fundada en concepción religiosa alguna sobre el carácter del vínculo matrimonial. De seguirse este razonamiento, la indisolubilidad del matrimonio como consecuencia del divorcio no sería más que un criterio adoptado por la ley y en consideración a razones de conveniencia y, por ende, independiente de todo mandato confesional o moral. Estaríamos simplemente frente a una coincidencia entre el criterio elegido por nuestra legislación civil en la materia y la concepción que la religión mayoritaria sostiene sobre dicha institución.
De este modo, pese a la convicción a que se ha hecho referencia y ante la gravedad de la decisión que habrá de tomarse, no parece adecuado a la prudencia que exige el examen de la constitucionalidad de una ley como la de que se trata, que se la declare inconstitucional con el único fundamento de ser violatoria de la libertad de cultos, si no se puede garantizar que el origen confesional de la cláusula resulte incuestionable. Parece preferible considerar también la vinculación estrictamente jurídica y no religiosa entre las disposiciones objetadas de la ley 2393 y las normas constitucionales a fin de comprobar si la indisolubilidad del vínculo respeta el sistema de libertades y garantías individuales en su sentido global, con independencia del riesgo, puesto en evidencia, de. que resulte afectada la libertad de cultos.

12) Que esto último significa que lo que está en discusión en la causa es si es o no inconstitucional la indisolubilidad por divorcio del matrimonio civil, con independencia de cuál sea la naturaleza del vínculo matrimonial para cualquier convicción religiosa en particular. No estamos pues frente al análisis de la naturaleza religiosa del matrimonio, sino ante la cuestión de si el sistema de libertades individuales que la Constitución establece resulta conculcado por la elección en la legislación civil del criterio de indisolubilidad del vínculo, aunque fuera en casual coincidencia con el• dogma religioso católico.
Cabe recordar que, desde el punto de vista de la concepción sacramental del matrimonio que sustenta la religión católica, el matrimonio civil, tal como lo ha instituido la ley 2393, es contrario al derecho canónico pues éste reserva a la jurisdicción eclesiástica la regulación de fondo y forma en materia de matrimonios contraídos por personas sujetas a la ley de la Iglesia. Es contrario también a la doctrina de la Iglesia, ya que para los cristianos no existe otro matrimonio verdadero y lícito que el contraído conforme a las reglas de la Iglesia. Y, finalmente, es contrario al derecho divino, desde que para los bautizados el matrimonio es, a la vez, contrato y sacramento por derecho divino (Canon 1016, Encíclica Casti connubii de Pío XI). Se puede entonces considerar el tema de la indisolubilidad del matrimonio civil desde el juego de las normas de nuestro orden jurídico sin vincularlo necesariamente a una confesión religiosa. De la misma manera se puede mantener la convicción religiosa de la indisolubilidad respecto al matrimonio celebrado en el contexto del orden religioso correspondiente, sin pronunciarse sobre el carácter de la indisolubilidad o no de una institución civil, que dicho orden religioso no reconoce como matrimonio.

13) Que, hecha la salvedad de los aspectos religiosos involucrados en esta cuestión y, a pesar del convencimiento de este Tribunal del origen dogmático de la indisolubilidad civil del matrimonio, por sus raíces en una confesión particular, es imprescindible efectuar un análisis de la inconstitucionalidad ‘formulada con apoyo en otras libertades y garantías de la Carta Fundamental. Ello es así no sólo porque no puede asegurarse la intención de la ley de consagrar un precepto religioso. También porque no parece razonable que los argentinos se vean compelidos a debatir sus instituciones jurídicas, en el marco de sus libertades individuales, con ocultamiento de los problemas profundos plegados defrás de ese debate que aparece como una discusión de neto perfil religioso y que, por lo mismo, podría llevar a razonamientos que en el fondo pongan de manifiesto antes que los argumentos racionales para buscar las formas más adecuadas de convivencia, las intolerancias que muchas veces nos han desgarrado.

14) Que para el análisis resulta más adecuado el marco de la doctrina sentada por esta Corte en el ya aludido caso Bazterrica. En uno de sus votos concurrentes se caracteriza al derecho a la privacidad y a la libertad de conciencia como aquél que asegura que todo habitante de la Nación “goza del derecho de ser dejado a solas por el Estado —no la religión, la moral o la filosofía— para asegurar la determinación autónoma de su conciencia cuando toma las decisiones requeridas para la formulación de su plan de vida en todas las dimensiones fundamentales de ella, plan que le compete personalísimamente y excluye la intromisión externa y más aún si es coactiva”. Y se recalca: “El orden jurídico debe pues, por imperio de nuestra Constitución, asegurar la realización material del ámbito privado concerniente a la autodeterminación de la conciencia individual para que el alto propósito espiritual de garantizar la independencia en la formulación de los planes de vida no se vea frustrado”. Este criterio reitera lo que ya se había expuesto en autos Ponzetti de Balbín: “La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la persona y rasgo diferencial entre el estado de derecho democrático y las formas jurídicas autoritarias o totalitarias”. Se concluye en esa doctrina que “deben extremarse los recaudos para la protección de la privacidad frente al riesgo de que la tendencia al desinterés por la persona... conlleve la frustración de la esfera de libertad necesaria para programar y proyectar una vida satisfactoria, especialmente en un contexto social que por múltiples vías opone trabas a la realización individual”.
Cabe recordar también la tradición jurisprudencial norteamericana, en la cual las facultades judiciales son equivalentes a las que han ejercido nuestros jueces en el control de la constitucionalidad de las leyes. Es sólo luego de reconocerse rango constitucional al derecho de privacidad (right of privacy) que se consagraron otros derechos derivados. Efectivamente, en 1965, en el caso Griswold y/Connecticut (381 U.S. 479), sobre la inconstitucionalidad de la prohibición del uso de anticonceptivos, se establece el rango constitucional del derecho de privacidad. Más tarde, la Corte norteamericana determinó que entre las decisiones enmarcables en el derecho de privacidad, que cada individuo puede efectuar sin injustificada interferencia gubernamental, se encuentran las atinentes al matrimonio y a las relaciones familiares (ver las citas, con referencia a diversos casos en el precedente Zablocki v/Redhail 434 U.S. 374 —1978—, pg. 629)
Más recientemente, sin embargo, la Corte norteamericana, no desechó la oportunidad de precisar en un voto que conformó la opinión minoritaria de cuatro de sus jueces, que si bien los numerosos casos previos en los que estaba en discusión el derecho de las personas a tomar decisiones libres de cualquier interferencia del Estado se caracterizaban por la vinculación que tales casos guardaban con la protección de la familia, no debía cerrarse los ojos acerca de cuáles eran las razones fundamentales por las que tales derechos asociados con la familia encontraban protección constitucional. “Nosotros protegemos esos derechos no porque contribuyan, de una manera directa y material, al bienestar general sino porque ellos configuran el centro de la vida de un individuo. El concepto de privacidad encarna el hecho moral de que una persona pertenece a sí misma y no a los otros ni a la sociedad en su conjunto... Y si protegemos la decisión de casarse es, justamente, porque creemos que el matrimonio «es una asociación que promueve un estilo de vida y no porque sea una causa en sí misma; que promueve una armonía en el vivir y no por ser una convicción política; que promueve una lealtad bilateral y no porque se trate de un proyecto comercial o social. . . . O sea, que si protegemos la familia es debido a que contribuye de manera muy poderosa a la felicidad de los individuos, y no porque tengamos preferencia por una forma estereotipada de hogar doméstico , Bowers y. Hardwick (Supreme Court of the United States, Nº 85-140 june 30, 1986, p. 7).

15) Que con base en la doctrina de esta Corte se ha dejado claramente establecido que la Constitución Nacional consagra un sistema de la libertad personal que gira sobre el eje de su art. 19 que, por tanto, va más allá de la garantía de la mera privacidad. En este sistema de la libertad individual confluyen una serie de derechos expresamente enumerados en los artículos 14, 14 bis, 16, 17, 18, 20 y 32, derechos que no excluyen otros no enumerados, pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de las formas republicanas de gobierno (art. 33, Constitución Nacional). Esos derechos están asegurados a todos los habitantes de la Nación Argentina conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio. Pero esta reglamentación no podría alterar los derechos y garantías enumeradas (art. 28).
Entre los que el art. 20 enumera como derechos civiles del ciudadano y de los que también gozan los extranjeros, se encuentra el “casarse conforme a las leyes”, leyes que en virtud del art. 28 no podrán alterarlo. Es decir, que las reglamentaciones al derecho a casarse no podrán llegar a desnaturalizarlo, a conculcarlo, a anularlo, a dejarlo prácticamente sin efectos o ir más allá de lo razonable, equitativo y del propio espíritu de un tal derecho de rango constitucional (González Calderón, Derecho Constitucional Argentino, Buenos Aires, 1931, tomo II, página 176, N9 607/609; Bielsa, Derecho Constitucional, Buenos Aires, 1959, página 344, Nº 130 y 131, y página 399, J’J9 153 y 154; asimismo Fallos: 9:437; 19:418; 20:307; 32:840; 45:265; 47:258, entre otros). Esta firme doctrina significa que deberán tacharse de inconstitucionales todas las disposiciones legales que bajo pretexto de reglamentar un derecho o garantía de rango constitucional, lo desvirtúen modificando las implicancias de tal naturaleza constitucional (Fallos: 257: 127; 258:315; 261:205; 262:205; 267:123; 271:124 y 320; 274:207).
La pregunta es entonces: ¿el art. 64 y sus concordantes de la ley 2393 que reglamentan el derecho a casarse —que por su rango constitucional forma parte del sistema de las libertades y garantías que nuestra Constitución asegura para todo aquel que decida habitar en suelo argentino—, altera ese derecho? Evidentemente, la reglamentación respecto del derecho a casarse produce un efecto, por el establecimiento de la indisolubilidad por divorcio del vínculo matrimonial, al que no se encuentra sometido ningún otro derecho del mismo rango. El derecho a casarse se transforma, por la vía de su reglamentación en la ley 2393, en el único derecho asegurado por nuestra Constitución que se agota en su ejercicio. Si alguien contrae matrimonio, es decir, ejerce el derecho a casarse pero la ley le impide que pueda contraer nuevo matrimonio luego de haberse divorciado —en especial en un caso como el de autos, por mutuo consentimiento—, esto autoriza a concluir que el derecho a casarse que la Constitución garantiza en su art. 20 sólo puede ejercerse una vez, lo cual no hubiera sido tolerado que se estableciera en las leyes que reglamentan todos los restantes derechos y garantías que integran el sistema de las libertades individuales que nuestra Constitución instituye.
¿Quién podría sostener, por ejemplo, que el derecho de huelga, o el derecho de reunión, o el derecho de salir del país, o el derecho de enseñar, o el derecho de trabajar y ejercer toda industria lícita, o el derecho de peticionar a las autoridades, o el de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, o el de asociarse con fines útiles, o el de profesar libremente su culto, o el de descanso y vacaciones pagas, o el de igualdad ante la ley, o el de propiedad, o el de defensa en juicio o cualquier otro enumerado en la Constitución o que emane de la soberanía popular o de la forma republicana de gobierno (art. 33), pueden ejercerse sólo una vez y se agotan en ese ejercicio?. ¿Qué argumento hay para afirmar que de entre todos los derechos y garantías que integran el sistema de las libertades individuales de nuestra Constitución, hay uno solo, el de casarse, que desaparece luego de ejercido, aunque también hayan desaparecido las razones que llevaron a dos personas a unirse en matrimonio o hayan aparecido motivos que impongan, para la realización de sus planes personales de vida y para la consecución de su felicidad, la necesidad de poner fin a su vínculo?.
Excluido todo fundamento de tipo religioso por el hecho de que, como se indicó en los considerandos precedentes, si se usara tal argumentación, ella conduciría a la inconstitucionalidad del artículo impugnado por la violación de la libertad de creencias religiosas que nuestra Constitución establece, no parece haber ninguna razón que permita caracterizar el derecho a casarse como el único susceptible de ser ejercido sólo una vez. De este modo la reglamentación, dada la índole del derecho reglamentado, lo altera en relación a todos los derechos de rango constitucional, conculcando la restricción que para dicha reglamentación estatuye el art. 28 de la Constitución Nacional.
La tesis más restrictiva acerca del control de constitucionalidad de las leyes en la doctrina norteamericana, sostiene que la validez de la ley no debe ponerse en duda a menos que repugne tan claramente a la Constitución que cuando los jueces señalen su inconstitucionalidad, todos los hombres sensatos de la comunidad se den cuenta del conflicto entre la ley y la Constitución (véase James Bradley Thayer, The origin and scope of the American doctrine of Constitutional Law, Harvard Law Review, 129 [1893]). Si se concibe, como lo hace la doctrina ya citada de esta Corte, al conjunto de derechos y garantías constitucionales como un sistema de la libertad individual, resulta evidente “para todos los hombres sensatos de la comunidad” el conflicto entre el art. 64, de la ley 2393, y el derecho a casarse según las leyes, que integra ese sistema constitucional. ¿Cómo podría sostenerse que no se altera ese derecho al reglamentarlo, si se lo transforma en una excepción absoluta dentro del orden constitucional? Y más aún cuando esa excepcionalidad consiste en que sólo puede ejercérselo una vez, cualesquiera sean las causas que llevaren a la frustración de un ejercicio anterior del mismo derecho. En cualquiera de los otros derechos constitucionales cada habitante de la Nación que goza de él y lo ejerce puede fracasar en obtener los resultados que buscaba al ejercerlo. Se puede fallar al ejercer el derecho a trabajar, o el de enseñar, o ej de aprender, o el de ejercer una industria lícita, o el de peticionar a las autoridades, y así con los demás. En ninguno de los casos ese fracaso, que tratándose del derecho a casarse puede no obedecer en absoluto a causas controlables por la voluntad del titular del derecho, conlleva su pérdida definitiva. La Constitucíón en modo alguno distingue cualidades excepcionales en ninguno de los derechos que garantiza a todos los habitantes de la Nación. Si una ley que reglamenta el ejercicio de un derecho constitucional, por la vía de precisarlo, lo transforma en absolutamente excepcional respecto de los demás, altera su rango constitucional al sustraerlo al sistema de las libertades individuales del que forman parte todos los derechos constitucionales reconocidos a los habitantes del suelo argentino. Por ese camino se altera el funcionamiento armónico de la garantía estructurada dentro del sistema de la libertad individual. El conflicto entre una reglamentación de esa clase y la consagración constitucional del derecho reglamentado se hace así evidente, aun si se atiende a las exigencias de las postulaciones más restrictivas del examen de la constitucionalidad de las leyes.

16) Que no parece dudoso que el divorcio debería concebirse como una solución a un grave problema cuya existencia como tal no depende de ninguna regulación legal. Esto es muy diferente a pensar en el divorcio como la consecuencia con que el derecho grava a aquél de los cónyuges que ha realizado respecto del otro actos merecedores de reproche legal o de descalificación moral. }-loy la doctrina distingue lo que se ha dado en llamar divorcio-remedio, por oposición al divorcio-sanción, distinción ésta que, pese a ser novedosa dentro de los nombres de las categorías descriptivas del instituto, refleja dos posturas que ya estaban presentes en las discusiones sobre este tema al momento de la sanción de la ley 2393 y aún antes.
En aquella época no se habían creado aún en nuestro medio las condiciones que permitieran considerar al divorcio como solución legal a un problema civil de las relaciones sociales, con independencia de las cuestiones religiosas implicadas en tal discusión. De este modo las soluciones a los problemas generados en los matrimonios se planteaban en el contexto de la cuestión más general relativa a la secularización de la institución matrimonial.
Ya en 1824 aparecen indicios claros de la tendencia a organizar el matrimonio como un vínculo independiente, en cuanto a su virtualidad jurídica y a la jurisdicción de los órganos competentes para entender en los conflictos que pudieran originarse entre cónyuges. Así surge del decreto que lleva la firma de Bernardino Rivadavia y Martín Rodríguez estableciendo la competencia de las jurisdicciones ordinarias para el tratamiento de las diferencias matrimoniales.
Veinte años antes del dictado de la Ley de Matrimonio Civil, la Provincia de Santa Fe vivió un agudo conflicto cuando el Gobernador Oroño impulsó la primera disposición legal sobre matrimonio civil en nuestro país, que le costaría su cargo. El país se abría por aquella época a la inmigración y muchos dirigentes comenzaban a comprender que esto importaría la recepción de hombres y mujeres provenientes de distintas tradiciones culturales y practicantes de confesiones religiosas diferentes.
Cuando en 1888 se lleva a cabo el debate parlamentario de la ley 2393 la discusión sobre las cuestiones religiosas se agudiza, centrada principalmente en si era o no posible conservar un matrimonio sujeto a las formas que le otorgara la ley positiva, con independencia de la concepción religiosa que los distintos credos mantuvieran acerca del vínculo en sí. Ya en ese momento se propone el divorcio vincular como una solución coherente con un vínculo matrimonial laico. Puede verificarse este aserto en el proyecto de Ley de Matrimonio Civil que en 1888 presentara el diputado Juan Balestra.
Son múltiples las modificaciones, como es obvio, que nuestro país, al igual que otros han producido en su desenvolvimiento histórico desde entonces, de modo tal que el contexto de aplicación de la legislación que finalmente se aprobara en esa oportunidad se ha modificado sustancialmente. Lo que no se ha modificado es que tanto entonces como ahora existe como realidad una cierta proporción de fracasos matrimoniales. Tal como antes sucediera en otras sociedades con múltiples variantes en sus prácticas morales o en sus confesiones religiosas, y como sigue sucediendo hoy en las culturas más desarrolladas, o en las que se ven más necesitadas de luchar contra el retraso impuesto por un orden aún demasiado injusto para la edad de la civilización humana.
El divorcio en sus múltiples variantes y con diversas consecuencias ha existido en todas las formas de organización jurídica desde mucho antes del surgimiento del Cristianismo. Esto lo constatan las figuras del repudio de la mujer adúltera o, incluso, del marido por causas graves, presente en las instituciones de los egipcios, del imperio babilónico o del Código de Manú mil trescientos años antes del advenimiento de Jesucristo. Lo corrobora también el divorcio que habilitaba a nuevos matrimonios de la ley Mosaica, que basada en el Antiguo Testamento imperaba en el pueblo hébreo y que fuera recibida en civilizaciones tan luminosas como la griega o tan poderosas como la romana, en la cual existía la posibilidad de disolución del vínculo matrimonial. Hasta el presente, todas las sociedades han debido, de una forma u otra, hacerse cargo del hecho de que no todas las vinculaciones matrimoniales que bajo diversas formas sociales se iniciaban como origen de una organización familiar de parentesco, resultaban exitosas. Muchas veces se apeló, para intentar paliar esta situación, a la posibilidad de dar por jurídicamente concluidos los vínculos que unían a personas que por múltiples razones se veían imposibilitadas de llevar adelante su convivencia como pareja.
Sólo en 1563 en el Concilio de Trento la Iglesia Católica establece en forma definitiva la indisolubilidad del vínculo matrimonial para sus fieles. Empero, muchas otras religiones —hoy admitidas con un alto grado de respeto social entre nosotros— y aún iglesias cristianas no católicas aceptaron y continúan aceptando la disolución matrimonial práctica que, además, se fue consolidando en las diversas legislaciones desde la revolución industrial hasta nuestros días.
Resultaría inapropiado en esta ocasión hacer un análisis minucioso de los procesos históricos que llevaron a la casi totalidad de las legislaciones del mundo a adoptar fórmulas cada vez más realistas de encarar el problema de las desuniones matrimoniales. Pero el hecho de la divulgación universal de esta solución prueba que ella no es ni la causa ni el efecto de ninguna forma particular de organización social, ni de ninguna supuesta naturaleza única de la vinculación entre los sexos en la especie humana.
Los fracasos matrimoniales son un hecho doloroso que no desaparece porque se lo ignore. Son múltiples las causas por las que dos personas, que con vocación de permanencia han decidido unir- se y aunar sus esfuerzos’ en la búsqueda de una vida satisfactoria en lo afectivo compartiendo la ardua tarea de enfrentar los desafíos que la empresa entraña, pueden ver frustrado ese proyecto. El divorcio no puede prevenir todas esas causas ni ccnj orar sus efectos; sólo está a su alcance abrir la posibilidad de que dicho fracaso no sea definitivo para cada uno de los miembros de la pareja que no puede continuar unida. Pero, es obvio que los descalabros matrimoniales no pueden prohibirse por vía legal, ni crearse la imagen de que una tal interdicción pudiere eliminar todas las razones que llevan, en algunos períodos con mayor agudeza que en otros, a que se produzcan desuniones matrimonia1es
Como no se puede pensar que la indisolubilidad del matrimonio genera una cierta garantía de cohesión social, la desaparición de la aptitud nupcial frente a un fracaso atribuible a múltiples razones, sólo produce la proliferación de relaciones de hecho. Estas son socialmente admitidas como si fueran matrimonios y, sin embargo, carecen de la protección jurídica con que la Constitución inviste a la decisión de casarse. Esto conduce a plantearse si tal reglamentación, además de desnaturalizar un derecho expreso como el establecido en el art. 20 de la Constitución, no comporta también la alteración de la protección jurídica de la familia que asegura su art. 14 bis y de la igualdad ante la ley que establece el art. 16. Es el resultado de establecer paralelamente a las familias legítimas jurídicamente reconocidas, las familias ilegítimas. Se crean así dos categorías de familia de desigual jerarquía, distinción por otra parte todavía corriente en los autores de derecho civil, pese a tratarse de una clasificación que no guarda una fácil correspondencia con el sistema de libertades individuales de nuestra Constitución Nacional.

17) Que el hecho de que la discusión sobre el divorcio vincular sea tan antigua en nuestro país, como se ha reseñado antes, y que en sus más fuertes argumentos haga mención a distintas adhesiones a una fe determinada, indica que difícilmente pueda pretenderse que ella quede zanjada, y que no sea necesario ahondar en la búsqueda de soluciones razonables a un problema social que hasta el presente no ha podido ser evitado. Resulta pues pueril sostenér que el hecho de que la Ley de Matrimonio Civil tenga cien años de antigüedad es un buen argumento en favor de su constitucionalidad.
Nadie podría pretender hoy que sólo por tener cien años muchas otras disposiciones de la ley 2393 pudieran conservar su vigencia como, por ejemplo, todas las cláusulas que establecían un régimen de incapacidad civil de la mujer. Es importante el desarrollo que desde entonces ha tenido el proceso de equiparación entre el derecho del hombre y el de la mujer. También lo es la fuerte consolidación que en nuestros días han alcanzado, afortunadamente, las garantías y derechos constitucionales, así como los derechos humanos en general. Esto muestra un importante avance del reconocimiento de esos derechos, que hace imposible la concertación con el texto constitucional de disposiciones legales restrictivas de su alcance.
Al mencionar el desarrollo de la concepción sobre los derechos humanos, es imprescindible recordar que nuestro país ha adherido por los procedimientos constitucionales que las transforman en ley suprema de la Nación, a convenciones internacionales sobre la materia. Se acentúa así la incompatibilidad entre ciertas disposiciones legales aún vigentes de la ley 2393, como el art. 71 bis, y los actuales compromisos jurídicos de nuestro país con todos los hombres del mundo. Es así que la ley 23.054 ratifica el pacto sobre derechos humanos de San José de Costa Rica, cuyo art. 17 exige medidas que aseguren la igualdad de derechos y la equivalencia de responsabilidad de los cónyuges en cuanto al matrimonio, “durante el matrimonio y en caso de disolución del mismo”. Obliga también ese artículo a que se adopten disposiciones que “en caso de disolución. . aseguren la protección necesaria a los hijos sobre la base única del interés y conveniencia de ellos”.
Las consecuencias jurídicas de las crisis matrimoniales enmarcadas en un divorcio parcial, por el que la ley 2393 clausura la aptitud nupcial generada por el derecho a casarse que nuestra Constitución establece, no parece ser entonces una solución coherente con tales disposiciones, incorporadas actualmente a nuestra legislación, ni con la propia Constitución.

18) Que la mención del Pacto de San José de Costa Rica sobre derechos humanos, remite a lo que ya se establecía en la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas a la que también adhiriera nuestro país. Esta consagra, además del derecho a la vida, la libertad y la seguridad del individuo y la familia, prohibiciones de injerencia arbitraria en la vida privada, en la familia, en el domicilio o ataques a la honra y la reputación. En su art. 16, inc. 1, instituye el derecho “sin restricción alguna por motivos raciales u otros a casarse y fundar una familia y el goce de iguales derechos durante el matrimonio y en caso de disolución”. Todos los convenios internacionales sobre derechos humanos añaden el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, que tanto tiempo antes nuestra Constitución Naciorial había ya establecido. También queda consolidada la igualdad de los hijos con independencia de los resultados de la relación matrimonial.
Lo expuesto lleva a recordar que los hijos de parejas desavenidas gozan, como habitantes de la Nación Argentina, de todas las garantías y derechos incluidos en la Constitución. Nada parece indicar que las condiciones para el ejercicio de esos derechos se mejore, si se ven compelidos a una convivencia permanente en el seno de una familia que arrastra las consecuencias de una desaparición irreparable, en los padres, de la vocación de estar unidos. Sin contribuir, por lo demás, a crear las posibilidades de la reconstitución por cada uno de ellos de un nuevo contexto afectivo, en el cual las condiciones de su felicidad personal, y por ende la de sus hijos, sean más viables.
Finalmente, la Convención sobre Derechos Humanos de Costa Rica exige de nuestra legislación eliminar todo tipo de discriminación. Pero no sólo aquéllas que provengan de razones fundadas en diferencias de raza, de sexo o de religión, sino también las provenientes de “cualquier otra condición social”, esto es, todo tratamiento desigual por ser por ejemplo, un divorciado o un separado de hecho.

19) Que lo expuesto lleva a la necesidad de plantearse que, no menos importante que la consideración de los alcances y efectos del divorcio de las partes en estos autos, resulta el análisis de otro divorcio de gran incidencia en el sistema de convivencia de los argentinos cuya racionalidad se trata de consolidar. Ello es el divorcio entre la realidad social y su organización normativa.
Es evidente que, en lo que hace al orden de las rçlaciones familiares, no parece razonable que la realidad jurídica y la realidad social tengan la distancia que hoy es constatable en nuestro medio. Esta distancia se manifiesta en múltiples aspectos en relación al vínculo matrimonial considerado. Se promete en la Constitución a todos aquellos que quieran habitar el suelo argentino un sistema coherente, amplio y efectivo de libertad individual. Antes de que dejáramos a nuestra Constitución sucumbir en los vaivenes políticos incontrolables y las aventuras autoritarias de los últimos cincuenta años, dicha promesa hizo de esta tierra un destino ambicionado por emigrantes de diversos países del mundo que buscaban, entre otras cosas, un lugar donde desarrollar sus planes de una vida satisfactoria para ellos y sus hijos. Pero, al mismo tiempo, se impone a los argentinos una restricción en su derecho a unirse legítimamente en matrimonio que hoy ya no es posible encontrar en casi ningún país del mundo.
Por otro lado, se aumenta esa distancia cuando la ley, como en el caso del matrimonio civil, establece un sistema en su reglamentación del derecho constitucional a casarse por el cual, pese a la igualdad consagrada en la Constitución, ciertas relaciones de parentesco de los argentinos se califican de “familias legítimas” y las de otros no. Se otorgan características institucionales al hecho de que grandes sectores de nuestra población vivan en concubinato, frente a un discurso jurídico que no cesa de reivindicar el papel de la familia como la base de nuestra organización social. Se corre así el riesgo de que la realidad social desborde a la realidad jurídica transformándola en un conjunto de principios sin contenido social y, por ende, sin aplicación práctica.
Esta clase de distancia inusitada, entre el discurso jurídico y las relaciones sociales efectivas, acarrean el peligro de transformar las instituciones en un discurso esquizofrénico o en expresiones de una hipocresía social que obliga a remedios parciales. De este modo, la idea que los sujetos del derecho tienen de sus propias relaciones es siempre confusa, y hace difícil la reivindicación por cada ciudadano de instituciones que ni representan, ni incluyen, ni consagran, ni protegen su vida cotidiana.
Es también por esa razón que no puede alegarse la antigüedad de la ley que analizamos como fundamento de su constitucionalidad, pues la distancia que ha producido entre la forma jurídica de la institución y su práctica social es de tal magnitud que probablemente sea la ley que más ataques, modificaciones, alteraciones, propuestas de modernización y variedad de interpretaciones ha tenido, en el intento de ir solucionando parcialmente cada una de las graves consecuencias de dicha distancia. Así, se ha modificado varias veces el status jurídico de los hijos, los derechos sociales de quienes comparten la vida en el contexto de la denominada familia ilegítima, el régimen de la patria potestad o de los derechos recíprocos de los cónyuges. No se podía entonces evitar que algunas de esas modificaciones hayan resultado al menos contradictorias con el empecinamiento legal en la reglamentación desnaturalizante del derecho implicado en la indisolubilidad del vínculo por divorcio. Tal es el caso del divorcio consensual parcial, o de la consagración del deber de fidelidad posterior a ese divorcio incompleto. Se terminó así regulando en forma harto irracional las relaciones sexuales entre adultos, que por haber estado casados, se vieron en la necesidad de optar entre la castidad y la soledad o el adulterio.
Se puede esperar del matrimonio la vocación de permanencia, desde que se intenta promover decisiones maduras en la constitución formal de parejas estables. Pero no se puede sostener una teoría de la indisolubilidad y reglamentar por esa vía un derecho constitucional. Así se promueven desde “divorcios ilegales” realizados en jurisdicciones extranjeras para disfrazar de matrimonios formales relaciones contrarias a la ley argentina, hasta hacer preferible el concubinato que no acarrea ninguna consecuencia jurídica, antes que el matrimonio que, en caso de fracasar, llevará a ambas partes a complicaciones irremontables.
Nadie continuaría razonablemente su convivencia con otra persona si no están dadas las condiciones de amor y proyectos comunes que la sustenten, diga lo que diga la ley. El divorcio no es sino una institución civil correlativa del matrimonio civil. Resulta imprescindible hacerse cargo de la realidad social para mejorarla y no disfrazarla con formas de ficción jurídica por las cuales muchos argentinos viven como si estuvieran casados sin estarlo. Nunca fue la negación de los problemas un modo eficaz de enfrentarlos, como lo prueba la historia reciente.
Quienes no consiguen llevar adelante una pareja podrían requerir del divorcio para el restablecimiento de su paz y de su felicidad, y éstos son dos valores que los argentinos deben destacar y que los órganos jurídicos están obligados a ofrecer acercando nuevamente la realidad jurídica a la social.
La reglamentación del matrimonio, según surge de los examinados artículos de la ley 2393, impone al divorciado un régimen de su comportamiento sexual y de su conducta moral que, de no ser aceptado, lo priva de los derechos matrimoniales que aún conserva. Se somete así a todos a la posibilidad de una calificación de su conducta, ulterior a la separación, en nombre de un vínculo ya extinguido en lo afectivo, en lo espiritual y en todas las dimensiones no jurídicas.
Acerca de esto adviértase que, mientras el divorcio vincular es facultativo y permite el despliegue de las opciones de conciencia, la prohibición del divorcio obliga a todo habitante a someterse, mal que le pese, a las consecuencias de una ética confesional determinada.

20) Que, como se ha expresado, una cierta proporción de fracasos matrimoniales se constituyen en un hecho social que debe enfrentarse, cuidando que las soluciones legales que se establezcan prevean formas de encarar ese problema en el marco con que el sistema de libertades de la Constitución sujeta al legislador. Esta es la función que la Ley Fundamental pone a cargo de este Tribunal, que no podría renunciar a la gravísima responsabilidad de declarar inaplicables aquellas soluciones legales que signifiquen un riesgo para ese sistema de libertades individuales. De lo contrario, se podrían retrotraer las condiciones de convivencia de los argentinos a etapas que, en un gran esfuerzo, nuestra sociedad trata de desterrar definitivamente.
El hecho de que el doloroso problema de los fracasos matrimoniales sólo se den en una proporción de los matrimonios que se llevan a cabo, y cuya disminución es deseable, no significa que pueda argumentarse respecto de la solución que se le busque, que ésLa es tal únicamente para una minoría y, por ende, va en detrimento del bien común. La mayor parte de las soluciones jurídicas lo son para enfrentar problemas que se plantean con relación o en razón de los comportamientos de una minoría, y, sin embargo, importan la conservación y consolidación del bien común. Et orden jurídico no castiga el homicidio porque la mayoría de los argentinos sean homicidas potenciales. Tampoco, como se lo expresó antes, deja de tenerse en mira el bien común cuando se admite una solución racionalmente posible para el problema de las desavenencias matrimoniales irreparables.

21) Que no corresponde tratar aquí la diversidad de argumentos no constitucionales en favor o en contra del divorcio vincular. En primer término, porque es una polémica que, como se ha recordado en considerandos anteriores, lleva cientos de años y nada parece indicar que su destino quede zanjado en una decisión judicial.
En segundo lugar, porque no es función de esta Corte pronunciarse en favor o en contra de determinados argumentos en una discusión- que entraña muchas veces, además, tomar posición en materia religiosa Nuestra Constitución garantiza la libertad de conciencia, la libertad de profesar libremente su culto para cada habitante de la Nación y la libertad de pensamiento, también con relación a este problema. La función de este Tribunal, antes que la de constituirse en un participante más de una polémica secular, es simplemente la de resolver si el actor en estos autos es titular, por su condición de sujeto de dei-echo en el ámbito de aplicación de nuestro orden jurídico y en virtud de lo que la Constitución Nacional establece, del derecho a casarse. Y si le corresponde ese derecho, perteneciente al sistema de las libertades de rango constitucional, con independencia del resultado que aquél haya obtenido en un ejercicio anterior, y corno derivado de su condición cte habitar el suelo argentino sin que ninguna ley pueda alterarlo, modificarlo o restringirlo, sino en la medida de una razonable reglamentación.
Toda vez que la respuesta a esta cuestión es necesariamente afirmativa por el juego de los arts. 14, 14 bis, 16, 19, 20 y 28 de la Constitución Nacional, resulta claro que no pueden subsistir en el caso las disposiciones de los arts. 64 y concordantes de la Ley de Matrimonio Civil, cuya reglamentación conlleva la alteración manifiesta del derecho reglamentado, al privarlo de la cualidad de permanencia que todo otro derecho constitucional tiene.

22) Que el hecho comprobado de la distancia existente entre la realidad social de múltiples fracasos matrimoniales y el marco jurídico de regulación de dicha realidad social, pone una vez más a este Tribunal ante la necesidad de sugerir que se hace imprescindible la búsqueda de soluciones acordes con esa realidad, que escapan a su competencia porque son resortes del Poder Legislativo. Se ha demostrado en los considerandos precedentes que esas so]uciones no podrán consistir en la prohibición por vía legal de los fracasos matrimoniales, ni tampoco en instituir formas legales de ocultar los hechos y así desentenderse de ellos, creando la doble ficción de que es “como si” esos hechos no existieran o de que es ‘como si” fueran matrimonios los concubinatos promovidos por la misma falta de soluciones.
La situación que enfrentan quienes ven restringidos sus derechos constitucionales a raíz de las soluciones hoy vigentes, reclama una urgente producción de normas que se hagan cargo del problema. Es obvio que deberán buscarse simultáneamente condiciones que faciliten un contexto en el cual se puedan controlar la mayor cantidad posible de causas que conducen a los fracasos matrimoniales. Pero deben asegurarse caminos para que esos fracasos no lleven al desaliento y la frustración definitiva, sino que faciliten la reconstrucción de la vida de cada uno de los partícipes de un drama como el aludido. Tanto para aquellos que piensen que pueden hacerlo a través de un nuevo matrimonio, como para aquellos que consideren que pueden lograrlo en el refugio de su fe o en la práctica de su confesión religiosa. Nuestra Constitución acuerda a todos la libertad de conciencia y de elección para elaborar su propio proyecto de vida con la sola restricción de no afectar la moral pública o iguales derechos de los demás. Los márgenes del asentimiento colectivo pueden así justificar —por ejemplo— que el legislador exija la monogamia pero no prohibir un nuevo matrimonio como solución al fracaso del anterior.

23) Que por último esta Corte, que no puede dejar de ejercer su responsabilidad del control constitucional de las disposiciones. legales, hubiera preferido no verse obligada a esta declaración de inconstitucionalidad. Porque toda declaración de inconstitucionalidad marca una discordancia entre el discurso jurídico y las prácticas sociales efectivas o entre tramos de dicho discurso, que siempre debe resolverse a favor de la consolidación y resguardo del sistema de libertades y garantías de la Constitución. Pero, al mismo tiempo que esta Corte se hace cargo de esa obligación, no puede sino señalar tal discordancia y el hecho de que debe comprenderse por todos que una tal declaración de inconstitucionalidad no significa, ni con mucho, la solución del problema a través del fallo de un caso concreto como el sub judice, pues dicha solución escapa a su competencia. Es importante eliminar el riesgo de confundir una decisión judicial, que en el ejercicio de la competencia de este Tribunal resulta en el señalamiento de un grave problema, con su solución, si no se quiere generar una nueva ficción jurídica no menos perniciosa que las ya señaladas en los considerandos precedentes.
Quizá sen útil recordar lo que uno de los votos concurrentes en el caso Bazterrica señala: “… que el Tribunal sabe perfectamente que muchos compatriotas temen, con honestidad, que la plena vigencia de las libertades que nuestra Constitución consagra debilite al cuerpo social, a las instituciones, al Gobierno y, por lo mismo, se configure como una seria amenaza contra la Nación”.
“Si no se asumen en plenitud, con coraje cívico y profunda convicción, los ideales de nuestra Carta, ni el consenso, ni el poderío de las fuerzas políticas aunadas, ni el logro del progreso económico, podrán salvar a la Patria. La declinación de ese coraje cívico, en especia] en los ciudadanos dirigentes, seria el principio del fin”.
“Esta Corte se encuentra totalmente persuadida de que el pueblo argentino es ya lo bastante maduro para reconocer como propios a dichos ideales y también lo está de que estos ideales son incompatibles con la coerción de las conciencias, que deberán ser libres pues así se ha proclamado y constituido desde las raíces de nuestra libre nacionalidad”.
“Tampoco deja de ver esta Corte la gravedad que tiene la declaración de inconstitucionalidad de una ley, de cualquier ]ey (Falbs: 300:241 y 1057; 302:457, 484 y 1149, entre iiiuchos otros). Sin embargo —ya lo decía el Juez 1-lughes— además de que sería imposible defender la primacía de la Constitución sin la facultad de invalidar las leyes que se le opongan, el no ejercicio de dicha facultad deberá considerarse como una abdicación indigna”.
“En virtud de tales consideraciones, el Tribunal tiene la más alta autoridad para, en defensa de la Constitución, no sólo buscar e] derecho aplicable sino también expresarlo”.

24) Que, por todas las razones expuestas, el art. 64 de la ley 2393 debe ser invalidado junto con las disposiciones concordantes, pues conculca el sistema de libertades consagrado en la Constitución Nacional que gira alrededor de su art. 19, al alterar, en violación del art. 28 de la Ley Fundamental, el derecho a casarse enunciado en el art. 20, afectando los consagrados en los arls. 14 bis y 16, todos los cuales integran dicho sistema.
Por ello y habiendo dictaminado el Procurador General se deja sin efecto la sentencia apelada de manera que ]os autos deberán volver a fin de que por quien corresponda se dicte una nueva con arreglo a lo declarado, restableciendo en consecuencia la aptitud nupcial de las partes al quedar disuelto su vínculo matrimonial. ENRIQUE SANTIAGO PETRACCHI

VOTO DEL. SEÑOR MINISTRO DOCTOR DON JORGE ANTONIO BACQUÉ

Considerando:

1º) Que Ja Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil (Sala C) confirmó Ja sentencia de primera instancia que había declarado improcedente el planteo de inconstitucionalidad del art. 64 de la ley 2393, formulado por las partes. Contra dicho fallo se dedujo recurso extraordinario que fue concedido por el a quo.

2º) Que el recurrente se agravia por entender que la sentencia importa una clara colisión con el principio constitucional que consagra la inviolabilidad de la persona humana, el que se deriva del derecho a la vida garantizado por el art. 33 de la Constitución Nacional. Agrega que la desprotección legal de las familias ilegítimas no se concilia con el art. 14 bis que asegura la protección de la familia. Afirma ue tal situación tampoco es compatible con la igualdad ante la ley establecida por el art. 16, que la mayoría de las legislaciones y de las confesiones religiosas admiten la disolución del vinculo matrimonial.
Aduce que la ley 2393 se introduce en la intimidad de hombres y mujeres so pretexto de defender intereses generales inexistentes, agraviándose, en definitiva, de su “actual incapacidad de derecho sin causa jurídica que la legitime, derivada directamente de mi calidad de divorciado conforme a la ley 2393”.
Invoca la incompatibilidad de la norma cuya declaración de invalidez constitucional persigue, con los arts. 14 a 20 y 33 de la Constitución Nacional y se agravia de que la sentencia recurrida no ha considerado estas alegaciones efectuadas ya en la demanda y reiteradas en la expresión de agravios.

3º) Que la cuestión que esta Corte debe resolver es pues, si la disposición del art. 64 de la ley 2393 que expresa que el divorcio que dicha ley establece no disuelve el vinculo matrimonial, y sus concordantes, arts. 71 bis y 81 del mismo texto legal, vulneran los derechos y garantías establecidos en la Constitución Nacional.

4º) Que este Tribunal ha expresado reiteradamente que la declaración de inconstitucionalidad es un acto de suma gravedad institucional (Fallos: 295:850), no obstante lo cual los jueces deben aplicar la Constitución en los casos sometidos a su decisión, de acuerdo a la facultad que les otorga el art 100 de la Ley Fundamental en cuanto les encomienda el control de la constitucionalidad de los actos de los otros poderes del Estado y de las normas que ellos dieten.
También ha dicho que es requisito para la declaración de inconstitucionalidad que en el caso se encuentre cuestionado algún derecho concreto a cuya efectividad obstaren las normas cuya validez se impugna (Fallos: 256: 386; 264:206; 270:74 y muchos otros), y toda vez que en el presente caso se cuestiona el derecho a contraer matrimonio según las normas dictadas en virtud de lo que establece la Constitución Nacional, el remedio intentado resulta procedente.

5º) Que en cuanto atañe al fondo de la cuestión en debate, esta Corte ha reconocido que la Constitución Nacional asegura a todos los habitantes de la Nación el derecho de elegir su proyectó personal de vida, siempre que ello no perjudique a terceros ni ofenda a la moral pública.
Así, en el caso “Ponzetti de Balbín e/Editorial Atlántida” (sentencia del 11 de diciembre de 1984) dijo: “La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la persona y rasgo diferencial entre el estado de derecho democrático y las formas jurídicas autoritarias o totalitarias”. Se concluye en ese fallo que “deben extremarse los recaudos para la protección de la privacidad frente al riesgo de que la tendencia al desinterés por la persona’ - conlleve a la frustración de- la esfera de la libertad necesaria para programar y proyectar una vida satisfactoria, especialmente en un contcxto que por múltiples vías opone trabas a la realización individual”.
Por otra parte, cabe destacar que en la tradición norteamericana donde el control de la constitucionalidad de las leyes tiene un régimen similar al instituido por nuestra Carta Magna, sólo luego de reconocerse rango constitucional al derecho de privacidad se consagraron otros derechos derivados. Así, basándose en el derecho de privacidad y en su concordancia con la cláusula que asegura la igualdad ante la ley —que nuestra Constitución establece en su art 16— se consagró con rango constitucional el derecho al matrimonio y a las relaciones de familia (Zablocki v/Redhail 434 U.S. 374).

6º) Que también este Tribunal ha declarado en el caso “Bazterrica, Gustavo M.”, fallado el 29 de agosto de 1986, que las limitaciones establecidas por el art. 19 de la Constitución Nacional imponen a la actividad legislativa un límite consistente en que ella no puede exceder “el campo de las acciones de los hombres que ofendan a la moral pública, al que se refieren las normas morales que se dirigen a la protección de bienes de terceros’. En dicho fallo se precisó el campo de la moral pública, mediante la distinción entre “la ética privada de las personas, cuya transgresión está reservada por la Constitución al juicio de Dios, y la ética colectiva en la que aparecen custodiados bienes de terceros. Precisamente, a la protección de estos bienes se dirigen el orden y la moral pública, que abarcan las relaciones intersubjetivas, esto es acciones que perjudiquen a un tercero, tal como expresa el art. 19 cJe la Constitución Nacional, aclarando dichos conceptos. La referida norma impone, así, límites a la actividad legislativa consistentes éri exigir que no se prohiba una conducta que se desarrolle dentro de la esfera privada, entendida ésta, no como la de las acciones que se realizan en la intimidad, protegidas por el art. 18, sino como la de aquéllas que no ofendan al orden y a la moral pública, esto es, que no perjudiquen a terceros”.

7º) Que con base en esa doctrina, el Tribunal dejó establecido que la Constitución Nacional consagra un sistema de la libertad personal cuyo centro es el artículo 19, que va más allá de garantizar la mera privacidad. En este sistema de libertades confluyen una serie de derechos expresamente enumerados en los arts. i4, 14 bis, 16, 17, 18, 20 y 32, y otros no enumerados, que nacen de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno (art. 33). Estos derechos están asegurados a todos los habitantes de la Nación conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio, las cuales, no obstante, no podrían alterarlos (art. 28)
Entre esos derechos, el artículo 20 otorga el de ‘casarse conforme a las leyes”, las que se encuentran sujetas a la limitación antes señalada y que por consiguiente, en el caso de que, bajo el pretexto de reglamentarlo, lo desvirtuaran modificando las implicancias de su naturaleza constitucional, deberán ser declaradas inconstitucionales (Fallos: 257 127; 258:315; 261:205; 262:205; 267: 123; 271:124 y 320; 274:207).

8º) Que una de las características de los derechos de rango constitucional es el de su permanencia, es decir, que no pierden validez por su ejercicio. Por ese motivo, cualquier ley que imponga que alguno de esos derechos sólo pueda ser ejercido una sola vez, violaría el art. 28 de la Constitución Nacional.
La ley 2393 al reglamentar el derecho a casarse, produce precisarnente esa consecuencia a su respecto, porque al establecer la indisolubilidad del vínculo convierte a aquél) en el único derecho asegurado por nuestra Constitución que se agota en su ejercicio. En efecto ello es así pues si alguien contrae matrimonio, ejerce el derecho a casarse, pero la ley le impide que pueda contraer nuevo matrimonio luego de haberse divorciado.
De tal forma, el derecho en cuestión ha sido sometido a un tratamiento excepcional por vía reglamentaria, contrariando la naturaleza que por su rango ostenta, al igual que los restantes derechos y garantías que integran el sistema de libertades individuales que nuestra Constitución establece y cuyo agotamiento no tolera, tales como el derecho de huelga, el de reunión, el de entrar o salir del país, el de enseñar y aprender, o cualquier otro enumerado en la Carta Magna, o no enumerado que emane de la soberanía popular o de la forma republicana de gobierno.
No existen argumentos que puedan sostener que entre todos los derechos y garantías que conforman el sistema de libertades individuales de nuestra Constitución, hay uno solo, el de casarse, que pierde validez por su mero ejercicio, aunque hayan desaparecido los motivos que llevaron a dicho ejercicio o aparecido razones que impongan a quienes lo ejercieron —para poder realizar sus personales planes de vida y consecución de su felicidad— la necesidad de poner fin a su convivencia.

9º) Que las razones expuestas conducen a privar de validez al art. 64 de la ley 2393 y sus concordantes porque impide la libre elección de un proyecto de vida e invade así el ámbito de privacidad, conculcando la garantía establecida en el art. 19 de la Constitución Nacional. Sin perjuicio de la solución ya alcanzada, el rol que incumbe a esta Corte Suprema en la expresión del derecho vigente de rango constitucional como manera de definir los que se consagran en la Carta Magna, impone el análisis de otros aspectos planteados por el recurrente. En efecto, en el campo de la elección de los mejores medios para lograr las finalidades del bien común que debe perseguir el poder de policía tal como lo define la jurisprudencia del Tribunal, el Poder Legislativo es la vía apta para llegar a decisiones basadas en el compromiso o en la voluntad de la mayoría; pero cuando se trata de precisar el contenido de los derechos de rango constitucional, adquiere toda su trascendencia el Poder Judicial, pues precisamente la Constitución los establece para proteger a cada persona, y por ende a los grupos minoritarios, contra las determinaciones de la mayoría, aun cuando dicha mayoría actúe según lo que estime que es el bien general o común. –

10) Que luego de cien años de vigencia de la Ley de Matrimonio civil, por primera vez el planteo de su inconstitucionalidad es traída ante estos estrados, lo que obliga a considerar también el problema dentro de un contexto social obviamente diferente a aquél que estaba vigente en la época de su promulgación. El importante desarrollo que desde entonces ha tenido la consolidación de las garantías y derechos constitucionales, así como de los derechos humanos en general, subraya su incompatibilidad con disposiciones legales restrictivas de su alcance.
No es menos cierto que a través del lapso mencionado, la realidad social de la República Argentina ha cambiado inclusive en lo referente a las relaciones familiares y no parece razonable que la realidad jurídica y la social se encuentren separadas por la distancia que hoy es constatable en nuestra sociedad. Esta distancia se manifiesta en múltiples aspectos relacionados al vínculo matrimonial que aquí se considera. Algunos de ellos son de índole constitucional; mientras en la Carta Magna se promete a todos aquéllos que quieran habitar el suelo argentino un sistema coherente, amplio y efectivo de libertad individual que les permita desarrollar planes tendientes a alcanzar una vida satisfactoria para ellos y para su posteridad, por otro lado les impondría una restricción a su derecho de unirse legítimamente en matrimonio.
Otros aspectos de aquella separación no son constitucionales; consisten en que la ley, como en el caso de la de matrimonio civil, establece un sistema mediante la reglamentación del derecho a casarse, por el cual, pese a la igualdad consagrada en la Constitución, hay argentinos cuyas relacione de parentesco se califican de legítimas y otros de ilegítimas.
Esto ocurre no sólo con los divorciados que han vuelto a unirse afectivamente sino con los solteros que eligieron establecer vínculos familiares con aquéllos. Se consagra así la situación de que grandes sectores de nuestra población se ven obligados a vivir en concubinato, pese a su vocación de constituir una familia de derecho y frente a un discurso jurídico que no cesa de reivindicar a la familia como base de nuestra organización social. Ocurre, de tal modo, que la realidad social ha desbordado a la realidad jurídica, transformándola en un conjunto de principios sin contenido social, que se convertirán, fatalmente, en normas ineficaces, sin aplicación práctica.
Es así corno el empecinamiento legal en la reglamentación desnaturalizante del derecho implicada en la indisolubilidad del vínculo por divorcio, terminó regulando en [01-ma irracional las relaciones sexuales entre adultos que por -haber estado casados se vieron obligados a optar entre la soledad y la castidad o el adulterio.
Se puede pretender del matrimonio la vocación de permanencia, desde que se intenta promover decisiones maduras en la constitución formal de parejas estables. Pero no se puede sostener una teoría de la indisolubilidad del vínculo y reglamentar en tal sentido un derecho constitucional, promoviendo desde “divorcios ilegales’ realizados en otras jurisdicciones para disfrazar de matrimonios formales a relaciones de concubinato que ciertos círculos denigran social y éticamente, aunque, de manera paradójica, aceptan dichos “divorcios ilegales” también social y éticamente, hasta la preferencia por el concubinato, que no acarrea consecuencias jurídicas, frente al matrimonio que en caso de fracasar llevará a ambas partes a serias dificultades. Estas surgen de la pretensión de regular la vida sexual post-matrimonial de los adultos, lindando con la conculcación del derecho a la salud física y psicológica que la Constitución garantiza según lo ha consagrado la doctrina del fallo “Ponzetti de Balbín” ya citado.
La reglamentación del matrimonio en análisis, impone al divorciado un régimen de su sexualidad y de su conducta moral que de no aceptar, lo priva de sus derechos matrimoniales aun conservados, sometiéndolo a la posibilidad de que su conducta ulterior sea calificada en nombre de un vinculo ya extinguido en lo espiritual, en lo afectivo y en todos los planos no jurídicos.

11) Que, como se ha expresado, los fracasos matrimoniales ocurridos constituyen un hecho social que debe enfrentarse cuidando que las soluciones jurídicas que se establezcan encaren el problema en el marco que el sistema de las libertades de nuestra Constitución impone al legislador. Y el control de esta condición es la función que nuestra Constitución pone a cargo de este Tribunal, que no puede renunciar a la gravísima responsabilidad de señalar aquellas normas legales que impliquen un riesgo para ese sistema de libertades y que por consiguiente podrían retrotraer las condiciones de convivencia de los argentinos a etapas que con gran esfuerzo nuestra sociedad trata de transformar en definitivamente desterradas.
El hecho de que el doloroso problema de los fracasos matrimoniales afecte sólo a una parte no mensurable de la población, no significa que se pueda admitir el argumento de que mediante el divorcio vincular se trata de solucionar un conflicto sólo atinente a una minoría y que por eso podría jugar en detrimento del bien común. Por un lado, la mayoría de las regulaciones jurídicas están deslinadas a enfrentar situaciones que se plantean con relación a comportamientos de minorías, y sin embargo implican conservar o consolidar el bien común.
En el caso del divorcio, la incorporación a la legitimidad matrimonial de miles de parejas que hoy viven en relación de concubinato, constituiría un aporte al bien común mayor que el mantenimiento de la actual situación que importa la segregación en ciertos grupos, en otros la aceptación pura y simple de los concubinatos como verdaderos “matrimonios” y finalmente en otros la admisión de la ficción “matrimonio en el extranjero” hoy admitido socialmente.

12) Que corresponde también de acuerdo a lo expresado en el punto 9º), considerar los aspectos del tema en examen con relación a la libertad de culto que garantiza la Constitución Nacional, la cual así como implica reconocer a todos los habitantes de la Nación el derecho de ejercer libremente un culto, conlleva la facultad de no profesar religión alguna. En cuanto se vincula con la materia tratada, el mensaje con que el Poder Ejecutivo acompañó el proyecto de la ley 2393 afirmaba: “Las leyes que reglamenten el matrimonio deben inspirarse en el mismo espíritu liberal de la Constitución para que sea una verdad la libertad de conciencia como promesa hecha a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Sin embargo, el proyecto de ley luego sancionado, establece la indisolubilidad del vínculo matrimonial por divorcio, lo que importa haber receptado la doctrina de la Iglesia Católica Apostólica Romana sobre el matrimonia
De ese modo, si bien la ley 2393 seculariza al matrimonio en cuanto a su celebración y jurisdicción, la circunstancia de sujetar o a la doctrina de una determinada religión en lo relativo a su disolución, no resulta compatible con la libertad de los habitantes de la Nación de profesar diversas creencias religiosas, en razón de que muchas de ellas no conciben al vínculo como indisoluble ni con el derecho de quienes no profesan ninguna religión, pues éstos también deben asumir iguales consecuencias. Esta fue la posición de Bibiloni en su anteproyecto de reformas al Código Civil de 1936 donde caracteriza la indisolubilidad del vínculo corno contraria a las “creencias que constitucionalmente respeta” (Bibiloni: Anteproyecto de Reformas al Código Civil Argentino, ed. Abeledo, pág 95).
En síntesis, la neutralidad religiosa de nuestra Constitución Nacional, que surge de la enfática declaración de la libertad de cultos, resulta antagónica con la consagración, de normas que impongan la doctrina de una religión determinada y ello constituye una solución que armoniza con la jurisprudencia de esta Corte establecida en el caso Moxey (Fallos: 201:406) donde se examinaron los impedimentos constitucionales a la imposición compulsiva de normas de una religión estableciéndose que los actos de la vida civil no pueden subordinarse a valores específicos de un culto determinado. Porque ello es contrario a la libertad religiosa establecida por el art. 14 de la Constitución Nacional.
Por ello y habiendo dictaminado el Procurador General se deja sin efecto la sentencia apelada de manera que los autos deberán volver a fin de que por quien corresponda se dicte una nueva con arreglo a lo declarado, restableciendo en consecuencia la aptitud nupcial de las partes al quedar disuelto su vínculo matrimonial. JORGE ANTONIO BACQUÉ

DISIDENCIA DEL SEÑOR PRESIDENTE DOCTOR DON JOSÉ SEVERO CABALLERO

Considerando:

1º) Que el pronunciamiento de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala C, confirmatorio del de primera instancia, rechazó la impugnación de inconstitucionalidad deducida contra el art. 64 de la Ley de Matrimonio Civil formulado por los cónyuges divorciados por mutuo consentimiento en los términos del art. 67 bis de la mencionada ley, en el expediente agregado por cuerda. Contra tal decisión, se dedujo el recurso extraordinario federal, que fue concedido.

2º) Que el recurrente tacha de inconstitucionalidad el mencionado artículo, y las demás normas con él concordantes, en la medida en que establecen la indisolubilidad del vínculo matrimonial existente entre las partes, solicitando, en consecuencia, el restablecimiento de su aptitud nupcial.

3º) Que el art. 67, inc. 11, de la Constitución, confiere al Congreso la atribución de dictar el código civil lo cual lo faculta, obviamente, a regular el matrimonio civil, sus efectos jurídicos y los modos de su disolución. Por lo tanto, es al Poder Legislativo al cual concierne determinar si el matrimonio es disoluble en vida de los esposos o no lo es, así como si la disolución faculta a contraer nuevas nupcias y, en su caso, en qué condiciones.

4º) Que si el Congreso, hasta ahora, ha mantenido la indisolubilidad fuera del caso de muerte real o presunta de uno de los cónyuges, ello no afecta el derecho que la Constitución reconoce a los extranjeros, y, a tortiori, a los argentinos, dc casarse conforme a las leyes”, pues se trata de un derecho sujeto a la reglamentación del Congreso, la cual es válida en tanto no afecte su esencia (art. 28 de la Constitución). En efecto, los derechos fundamentales que se reconocen por el plexo axiológico del art. 14, 14 nuevo, y siguientes y concordantes, lo son “conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio”, que anticipa el recordado límite puesto a la expresión “casarse” del art. 20 citado de la misma Constitución Nacional. Ello impone que el legislador por acto constituido en el tiempo debe satisfacer los objetivos del propio Preámbulo y que él debe hacer el judo de valor tendiente al equilibrio armónico de “afianzar la justicia” y “consolidar la paz interior”, a la par de “promover el bienestar general” y “asegurar ]os beneficios de la libertad”, o sea lograr el bien general o común, fin último del Estado y, por ende, de toda función de gobierno que tiene en la norma dada por el Congreso el medio más señalado por la Ley Suprema. Así la función primigenia de gobernar, a cargo del legislador en la forma republicana de gobierno, tiene acabado cumplimiento en un resultado, también de equilibrio armónico, del interés social frente al mero interés individual.
Por ese motivo, los límites dados a ese ejercicio por el Congreso, como se ha señalado, imponen la inalterabilidad de los derechos subjetivos así creados mientras no se modifique la ley, que, en el caso, no surge forma de alteración alguna en el contexto de la legalidad aplicable y a la que se sometieron las partes en su oportunidad.

5º) Que no puede estimarse que la determinación legal de que el vínculo matrimonial pueda disolverse en virtud del divorcio o no pueda serlo, altere el derecho de casarse, ya que es una de las soluciones posibles que puede adoptar el legislador sobre la base de la apreciación de motivaciones de política social cuya ponderación no es revisable por los jueces sin exceso de sus atribuciones constitucionales cuando, como en el caso, existe una fundamentación con antecedentes históricos y culturales que no convierte a la norma en absolutamente irracional (Joaquín V. González “Manual de la Constitución Nacional”, ed- Univ. Nac. de Córdoba, año 1964, p. 83).

6º) Que la circunstancia de que, en cuanto a la indisolubilidad del vínculo matrimonial, la ley civil coincida con la legislación canónica, no significa imposición a la población de las reglas de determinado culto, pues de Jo que se trata es de reglamentar la posibilidad de disolver unas nupcias y contraer otras, siempre en el ámbito civil, distinto e independiente del religioso. Para ello, el Congreso puede acudir sin mengua de los derechos constitucionales a cualquiera de las dos soluciones, según crea que una o la otra es la más conveniente para las necesidades de la República; ellas han sido sustentadas, a lo largo de la historia, por diversas legislaciones civiles y credos religiosos, sin que la coincidencia de la solución legal con la que actualmente mantiene uno de ellos implique extensión de las reglas del ordenamiento canónico al civil.

7º) Que, por otra parte, no es argumento válido el de que en caso de mantenerse la indisolubilidad del vínculo matrimonial, el derecho de casarse sería el único que se agotaría con su ejercicio, ya que sólo podría usarse de él una sola vez. Ello no es así, ya que la posibilidad de segundas nupcias existe en caso de viudez.

8º) Que, la indisolubilidad del vínculo matrimonial en vida de los esposos, tampoco afecta los derechos de la personalidad, pues la institución matrimonial no trata simplemente de atender a los intereses privados de los individuos o al desarrollo de su personalidad, sino de regular actos que trascienden la esfera de su intimidad, ya que se vinculan con la organización de la sociedad.

9º) Que la indisolubilidad tampoco viola la garantía de igualdad ante la ley, que sólo impide el trato discriminatorio dado a iguales en las mismas circunstancias, pero no excluye la posibilidad de que el legislador. contemple de manera distinta situaciones que considera diferentes, en tanto la discriminación no sea arbitraria ni importe ilegítima persecución de personas o grupos de ellas; lo que implica la legitimidad de la diferencia de tratamiento dado a la situación de las personas unidas en matrimonio de la de aquellas que conviven sin casarse. De lo contrario, no se trataría de disolver o no disolver el vínculo matrimonial, sino de otorgar iguales efectos al concubinato que al matrimonio, lo cual podría hipotéticamente ser establecido por el legislador dentro del ejercicio de sus atribuciones, pero a lo cual, evidentemente, la Constitución no lo obliga.

10) Que no aparecen conculcados el derecho a la vida ni los otros derechos fundamentales de la persona humana, sino que existe unaS reglamentación legal, que lo es tanto formal (acto del legislador) como sustantivo-material (norma de Carácter general e impersonal y, en consecuencia, objetiva y abstracta), que considera y trata igualmente a los iguales. Surge así inequívocamente que todo el planteo del peticionante se refiere a un criterio de política legislativa, para el logro de aquellos objetivos sintetizados en el Preámbulo de la Constitución Nacional. O sea, que la modificación cori-esponde a una función del Congreso que tiene la atribución de conceder, mejorar o suspender los derechos subjetivos de índole familiar (Fallo del 7 de agosto de 1984, causa “Firpo” y Fallos: 243: 272). No es función del juez.

11) Que siendo de tal manera función propia asignada por la Constitución Nacional al legislador, desconocer esta potestad legítima, en tanto no exista desnaturalización de los derechos reconocidos, implica vulnerar la propia forma republicaiia de gobierno que impone la división funcional y el respeto irrestricto de ella (confr. arts. 1, 33 y concordantes de la Constitución Nacional).
Se ha dicho muy acertadamente: “El juez juzga según la ley y no la ley”. Debe destacarse que aún desde una perspectiva muy amplia en la interpretación de la ley, AIf Ross señala que “la justicia no puede ser una pauta jurídico-política o un criterio último para juzgar una norma”. Es decir, que aún en los sistemas donde existe la referencia al Cornmon Law para crear judicialmente reglas dinámicas, debe el juez respetar, además de los valores estatutarios (legalidad formal), los que resultan de esas prácticas sociales amparadas por las buenas costumbres que deben resultar objetivamente nítidas en la creación. Nosotros nos movemos dentro de un sistema de mayor objetividad porque tenemos sólo la referencia a los valores de la Constitución, que deben ser claramente lesionados no sólo en su estructura normativa y conceptual sino como derecho, subjetivo concreto para crear el conflicto que lleve a Ja declaración de inconstitucionalidad

12) Que, por otra parte, cabe destacar que, en la cuestión planteada, difícilmente pueda tenerse como configurada la ‘causa” que prescribe el art. 100, de la Constitución Nacional, desde que, en rigor, ha faltado la contradicción necesaria y suficiente, para la defensa de la legalidad, en rigor, “la otra parte” atento a que el Ministerio Público, su defensor nato, no ha tenido “participación” propiamente dicha, sino que sólo ha dictaminado en las “vistas” acordadas. Empero, se ha considerado lo actuado dado el grado de avance procedimental y a mayor garantía del requirente.
Por ello, y conforme con lo dictaminado por el señor Procurador Fiscal, se confirma la sentencia apelada. JOSÉ SEVERO CABALLERO.

DISIDENCIA DEL SEÑOR MINISTRO DOCTOR DON AUGUSTO CESAR BELLUSCIO

Considerando:

1º) Que el pronunciamiento de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala C, confirmatorio del de primera instancia, rechazó la impugnación de inconstitucionalidad dcducida contra el art. 64, de la Ley de Matrimonio Civil formulado por los cónyuges divorciados en el expediente agregado por cuerda. Contra tal decisión, se dedujo el recurso extraordinario federal, qué fue concedido

2º) Que el recurrente tacha de inconstitucionalidad el mencionado artículo, y las demás normas con él concordantes, en la medida en que establecen la indisolubilidad del vínculo matrimonial existente entre las partes, solicitando, en consecuencia, el restablecimiento de su aptitud nupcial.

3º) Que el art. 67, inc. 11, de la Constitución, confiere al Congreso la atribución de dictar el código civil, lo cual lo faculta, obviamente, a regular el matrimonio civil, sus efectos jurídicos y los modos de su disolución. Por tanto, es al Poder Legislativo al cual concierne determinar si el matrimonio es disoluble en vida de los esposos o no lo es, así como si la disolución faculta a contraer nuevas nupcias y; en su caso, en qué condiciones.

4º) Que si el Congreso, hasta ahora, ha mantenido la indisolubilidad fuera del caso de muerte real o presunta de uno de los cónyuges, ello no afecta el derecho que la Constitución reconoce a los extranjeros, y, a fortiori, a los argentinos, de “casarse conforme a las leyes”, pites se trata de un derecho sujeto a la reglamentación del Congreso, la cual es válida en tanto no afecte su esencia (art. 28, de la Constitución).

5º) Que no puede estimarse que la determinación de que el vínculo matrimonial pueda disolverse en virtud del divorcio o no pueda serlo, altere el derecho de casarse, ya que es una de las soluciones posibles que puede adoptar el legislador sohie la base de la apreciación de motivaciones de política social cuya ponderación no es revisable por los jueces sin exceso de sus atribuciones constitucionales. En ese sentido, ha tenido oportunidad de recalcar recientemente esta Corte que ‘la misión más delicada de la justicia es la de saberse mantener dentro del ámbito de su jurisdicción, sin menoscabar las funciones que incumben a otros poderes”, y, como en ese caso, la materia aquí en examen ‘se inserta en el cúmulo de facultades que constituyen la competencia funcional del Congreso de la Nación, como órgano investido del poder de reglamentar los derechos y garantías reconocidos por la Carta Magna con el objeto de lograr la coordinación necesaria entre el interés privado y el interés público” (causa R.401-XX, “Rolón Zappa, Víctor Francisco”, fa- liada el 30 de setiembre de 1986)-

6º) Que la circunstancia de que, en cuanto a la indisolubilidad del vínculo matrimonial, la ley civil coincida con la legislación canónica, no significa imposición a la población de las reglas de determinado culto, pues de lo que se trata es de reglamentar la posibilidad de disolver unas nupcias y contraer otras, siempre en el ámbito civil, distinto e independiente del religioso. Para ello, el Congreso puede acudir sin mengua de los derechos constitucionales a cualquiera de las dos soluciones, según crea que una o la otra es la más conveniente para las necesidades de la República; ellas han sido sustentadas, a lo largo de la historia, por diversas legislaciones civiles y credos religiosos, sin que la coincidencia de la solución legal con la que actualmente mantiene la Iglesia Católica Romana implique extensión de las reglas del ordenamiento canónico al civil.

7º) Que, por otra parte, no es argumento válido el de que en caso de mantenerse la indisolubilidad del vínculo matrimonial, el derecho de casarse sería el único que se agotaría con su ejercicio, ya que sólo podría usarse de él una sola vez. Fuera de que ello no es así, ya que la posibilidad de segundas nupcias existe en caso de viudez, con semejante criterio también podría encontrarse base constitucional a la poligamia, ya que si, por ejemplo, el derecho de trabajar justifica la posibilidad de tener a la \ez dos o más empleos y liaría inconstitucional la ley que lo prohibiera, también cabría soslener que fuese inconstitucional la que prohibiera tener dos o más cónyuges.

8º) Que la indisolubilidad del vínculo matrimonial en vida de los esposos, tampoco afecta los derechos de la personalidad, pues no se trata simplemente de atender a los intereses privados de los individuos, al desarrollo de su personalidad o la protección de su salud física o psíquica, sino de regular actos que trascienden de su esfera íntima, protegida por el derecho a la privacidad consagrado en el art. 19, de la Constitución, ya que se vinculan con la organización de la sociedad.

9º) Que, finalmente, dicha indisolubilidad no viola la garantía de igualdad ante la ley, que sólo elimina el trato discriminatorio dado a iguales en las mismas circunstancias, pero no excluye la posibilidad de que el legislador contemple de manera distinta situaciones que considera diferentes, en tanto la discriminación no sea arbitraria ni importe ilegítima persecución de personas o grupos de ellas; lo que implica la legitimidad de la diferencia de tratamiento dado a Ja situación de las personas unidas en matrimonio de la de aquellas que conviven sin casarse. De lo contrario, no se trataría de disolver o no disolver el vínculo matrimonial, sino de otorgar iguales efectos al concubinato que al matrimonio, lo que podría hipotéticamente ser establecido por el legislador dentro del ejercicio de sus atribuciones, pero a lo cual, evidentemente, la Constitución no lo obliga.

Por ello, y conforme con lo dictaminado por el señor Procurador Fiscal, se confirma la sentencia apelada. AUGUSTO CESAR BELLUSCIO